jueves, 3 de noviembre de 2011

Cerca del fin


Cuanto más cerca de lo absoluto está el poder ejercido, más directo e inmediato es el efecto de la autoridad. No se necesita desde la cúspide del poder estar constantemente dictando órdenes. En las instrucciones más simples, son capaces los ministros y delegados de interpretar con celo ejemplar si se ha torcido o desairado la voluble voluntad de la autoridad suprema. Como consecuencia, hasta los más tímidos gestos de aburrimiento, de desagrado, de incomodidad del poderoso pueden acabar viéndose traducidos, a su paso por la cadena de mando, en acciones cada vez más contundentes. Y es que, por sorprendente que resulte, la longitud de esa cadena, lejos de atenuar esa sucesión de efectos, tiende a magnificarlos, acompasando en esa onda cada aumento de amplitud con un amago de retorno a su origen en busca de recompensa. Tras ese tránsito oscuro, tras esa creciente revelación de la suprema voluntad, el drama iniciado con un gesto desemboca en la acción final. Para llevarla a término ya no son precisos intérpretes sino meros ejecutores, que ajenos a todo encaran sin contemplaciones su cometido. De sus actos no siempre queda huella, queda un eco, un efecto que de regreso a las alturas recorre la cadena. Si no queda en simple rumor, puede aparecer reducido a un parte cifrado en la mesa del ministro. Antes de archivarlo en el expediente, éste estimará si es oportuno trasladar la noticia al supremo a fin de no alterar en exceso su caprichoso humor. Para evitar que un gesto público y ostentoso de rechazo comprometa otras decisiones en curso, aprovechará el ministro algún momento de asueto para hacerse notar ante él con algún gesto secreto y convenido. De su desentendimiento, fortuito o evidente, se podrá deducir la tácita aprobación dada a la solución. Nada recordará los detalles sórdidos, la violencia empleada, los agentes involucrados, los efectos colaterales y el desamparo legal en que se han desarrollado. Nadie en ese curso de los hechos se atreverá a juzgar si la muerte del disidente, del inocente, del pretendiente es un argumento admisible, todos se limitarán a confirmar simplemente su necesidad. La medida del odio que todo esto genera nunca llega a ser bien calibrada. Por eso, cuando todas esas acciones se multiplican y el malestar crece, sus artífices nada entienden, y cuando les llegan muestras de hostilidad de todos los que reclaman, apenas recuerdan su caso. La brutalidad les despierta de su ensueño ante un verdugo anónimo y casual. Intentan entonces descifrar las razones de la venganza, e incluso a última hora querrían conocer mejor su historia, la del humillado gratuitamente, la del olvidado interesadamente, la del eliminado secretamente. Pero la conclusión se aproxima y ya no es momento de sostener el relato. Él corta el cuento, lo derriba y se ensaña a golpes, mientras el supremo desde el suelo sólo acierta a preguntarle «Y a ti, ¿qué te hice yo?». Por toda respuesta su verdugo le dispara y lo despacha de su mundo.

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