viernes, 28 de octubre de 2011

Letras


Del potencial de Internet nadie duda, de sus frutos hasta el momento sí. Casi todos los grandes avances tecnológicos del siglo XX nos llegaron envueltos en una aura redentora. La tecnología liberaba al hombre de sus servidumbres y, al poner todo ese capital instrumental bajo su gobierno, daba a luz un hombre enteramente nuevo. El automóvil nos iba a hacer más libres, la televisión más cultos y gracias a la red íbamos a navegar por los océanos de información para resurgir de ellos tocados por un conocimiento y sabiduría universales. Y eso sin pasar al capítulo de medicamentos y de terapias donde los avances eran considerados milagrosos. Indudablemente la tecnología nos ha hecho más correosos y duraderos, lo que no es propiamente virtud y puede convertirse hasta en un castigo. También ha aumentado nuestro poderío físico, en proporciones casi incompatibles con nuestra estrechez mental, y con él nuestra capacidad de intervención en escenarios múltiples. De hecho si examinamos el impulso original del que ha ido surgiendo todo esto, veremos que lo finalmente exhibido como argumentos tecnológicos no dejan de ser proyecciones de nuestra impotencia que, traducidas a través de fantasías más o menos torturadas, se van apartando inconscientemente de nuestro dominio personal, o por decirlo de otro modo que apenas dominamos. Como espectadores asistimos satisfechos al creciente avance social de esa sensación en la que se combinan ubicuidad y omnipotencia. No creo que pueda calificarse de ventaja la distorsión que dicha sensación genera en nuestra conciencia personal, que sin esas palancas e instrumentos sigue siendo la misma de siempre. En lo que hace a la red, el inmenso caudal que de forma vertiginosa circula a diario ante nosotros parece haber ahogado nuestra capacidad de interpretación. Tarde o temprano habrá que volver a calificar toda esa información atendiendo a criterios de necesidad, de coherencia, de utilidad, de fiabilidad y probablemente muchos más, porque de no hacerlo, a esas sensaciones de ubicuidad y omnipotencia les sucederá una devastadora sensación de perplejidad, tras la que irán llegando versiones creativas del desconocimiento y finalmente la renuncia definitiva a entender. De nada servirá entonces esa ingente dieta diaria de información, como de nada servía a aquel observador juguetón calentar todas las noches su puchero convencido de que iba para sabio extrayendo sorprendentes mensajes de su nutritiva sopa de letras.

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