viernes, 16 de diciembre de 2011

La falacia del círculo activo


Algunos consideran que dando significado al vacío dentro de una corriente artística se completa un ciclo y se sella la influyente puerta que lleva a su pasado. Además a partir de ese cero se vuelve a un nuevo ciclo menos canónico y consecuentemente más libre e interpretativo. Indudablemente el vacío es muy sugerente y está preñado de significados. Tanto que es difícil interpretarlo restringiéndose al marco de una disciplina. Creo que todo esto conviene al caso, o al desafío, planteado por John Cage con su 4'33'' y su invitación a la escucha del silencio. Evidentemente el autor se vale de la historia, en este caso musical, y diseña con impecable rigor, pero sin demasiado riesgo intelectual, un experimento de trascendencia musical. Un experimento que al trascender las pautas musicales apenas responde a ellas, entrando con mayor propiedad en el terreno de lo sociológico. Sus oyentes —permítaseme la denominación— somos muy libres de incorporarlo a la historia de nuestra relación con la música y quizá hasta de mostrarlo a los demás como si de una amplia ventana se tratara, desde la que conseguimos ver el fluir de la calle sin necesidad de arriesgarnos en ella, o como la vía idónea para alcanzar algún estado de anonadamiento más o menos letárgico. Al fin y al cabo, alcanzar estados y sensaciones alejados de la norma, más o menos anormales pues, parece ser el resultado más inmediato y convencional en las manifestaciones artísticas. Pero no sólo en ellas, porque hay otras actividades y espectáculos que animan ese mismo fin. Fuera de un contexto musical, y si se me apura de la ciencia física, el silencio absoluto difícilmente existe. Remitiéndonos a ese contexto, y sin que medie otra manifestación que lo acompañe, el silencio viene a ser una propuesta ante todo conceptual, en la que se adivina más intención litúrgica que verdaderamente musical. Hay en él mucho más de gesto que de diseño. En realidad, sólo puede ser interpretado en este último sentido mediante una maniobra con salida a un cuadro más amplio, quizá filosófico, religioso o simplemente sociológico. Con el uso de este tipo de recursos fuguistas, destinados a elevar el alza o el punto de mira, creen algunos que verán más lejos, que hilarán más fino o que sentirán algo nuevo. Su situación, sin embargo, se parece más a la de quien se ha pasado de rosca: cree firmemente haber llegado a algún más allá, cuando metido en ese círculo simplemente ha dejado de ser penetrante. Para el crítico despiadado el autor es un inocente satélite que ha decidido posar girando en una órbita fija y ensimismada. Es posible, incluso, que algunos oyentes le sigan arrastrados como catecúmenos a una nueva fe. Pero la realidad es otra, la realidad es que se ha hecho tan frecuente ese género de alardes en el arte actual, que apenas concita devoción. No por eso dejan de tener este tipo de obras impacto, si bien generalmente distinto del que buscan. Parece como si con ellas se intentara crear, formar y educar reacciones de estupor. Si esto es así, aterra seguir pensando y concluyendo que en el mundo actual ya sólo van quedando el estupor y el terror como focos sensibles, como auténticos generadores de emociones. De ser así, probablemente hayamos encontrado la función de estos vacíos insensibles en las corrientes históricas. Pero quien, animado por el hallazgo, intente llevar su proyecto artístico a esos círculos, pronto advertirá que, de no explotar el terror o el estupor, allí el invento no da más de sí.

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