jueves, 8 de diciembre de 2011

Entre lo icónico y lo irónico


Siguiendo una regla que empieza a ser común, cuando algo se alza enorme y sobrecogedor frente a nosotros, siempre aparece por detrás un experto dicharachero que agrava nuestra insignificancia haciéndonos ver al monstruo como un hijo natural de nuestro tiempo, como su consecuencia necesaria. Me pasa cuando levanto la vista frente a un rascacielos, por ejemplo, y abrumado por su altura me rindo y aparto mi mirada hacia un lado. Justo entonces es cuando aparece, como si quisiera tranquilizarme, el dichoso intérprete de mis temores para decirme que no me sienta ridículo ante esa mole, que sólo nosotros podemos entender y apreciar los rascacielos como una solución de compromiso estético, seguramente la única posible, dice, entre lo funcional y lo monumental. Sigue extendiéndose sobre la estética de estas soluciones, aconsejándome no desdeñarla sino más bien recrearme con ella, y para apaciguar mi inquietud insiste concluyente en que hay que aceptar su apabullante tamaño si se quiere salvar su funcionalidad.

De modo que empieza a verse un orden explícito en todo este arreglo, a qué negarlo. Primero, van madurando en el espacio urbano unas condiciones cada vez más críticas, pongamos la escasez de suelo edificable junto al alza de su precio; segundo, aparecen soluciones tecnológicas como los ascensores y las estructuras de acero que permiten resolver la situación con un despegue en vertical de la edificación y una multiplicación de los rendimientos; finalmente, se intenta reconciliar esas moles ciclópeas con la estética, o si se prefiere pasan a engrosar la historia de la arquitectura. En consecuencia, y por mucha fe que tengamos en la trascendencia e intemporalidad de las formas, en este asunto de los rascacielos el alcance de las teorías estéticas es necesariamente limitado, además de subordinado.

Lo más parecido a una incipiente teoría estética sobre los rascacielos aparece en 1896 en un artículo del arquitecto estadounidense Louis Sullivan. Su participación en el nuevo trazado de Chicago y en su rápido crecimiento en vertical, tras el arrasador incendio que asoló la ciudad en 1871, fue de hecho anterior a esta interesante, y para entonces también interesada, reflexión. «The Tall Office Building Artistically Considered» examina las características de este tipo de edificios y las proyecta en una figura estéticamente inequívoca, la columna. Es curioso, pero en su artículo apenas concede importancia a sus connotaciones funcionales. Quizá las evitó para remarcar en el rascacielos otras significaciones más simbólicas, quién sabe, algo así como el mágico sostenimiento del firmamento, y con él el de todas nuestras ilusiones terrenas, pero tampoco parecer ser ese el caso.

En su planteamiento, bastante más llano y apegado al terreno, Sullivan se limita a confirmar la vigencia de la columna como forma arquitectónica y repasa sus tres componentes, la basa, el fuste y el capitel, atribuyéndoles a cada uno un sentido estético diferenciado y realzando de este modo la naturaleza icónica del conjunto. Es así como adjudica a la base del rascacielos, con sus primeras plantas, las funciones que sirven de soporte al conjunto, mientras que la fusta, lisa o estriada, «sugiere una serie monótona e ininterrumpida de pisos de oficinas», dejando para el final, a modo de capitel, los elementos formales o figuraciones que dotarán de fuerza emblemática al conjunto. Ante esa concepción del rascacielos es natural preguntarse a qué pretende oponerse esa fuerza columnar de dimensión tan descomunal. Levantada en solitario hacia el vacío y en las proporciones propuestas por Sullivan, la columna pasa de ser un soporte monumental a convertirse en un monumento funcional, lo que no deja de tener su lado irónico.

Con todos estos precedentes, cabe preguntarse qué habría sucedido si alguien hubiera partido de ese carácter entre icónico e irónico del rascacielos para crear un edificio de oficinas de diseño rigurosamente columnar. Pues bien, tenemos respuesta a esta pregunta, porque realmente sucedió, porque existió un diseñador que entró en ese juego y le dio cumplida respuesta. Es verdad que, en principio, cualquier rascacielos debería ser considerado una respuesta al reto columnar, pero no todos juegan a fondo ese juego icónico-irónico. En la mayoría prevalece el carácter icónico del edificio sobre cualquier otro signo irónico de distanciación respecto del discurso arquitectónico. No es tan extraño que la chispa irónica surgiera en uno de los concursos para rascacielos más recordados de la historia. Al concurso de ideas para la construcción de una torre para las nuevas oficinas del Chicago Tribune acudieron 256 arquitectos de todo el mundo. Estamos en 1922, momento crítico en que empiezan a definirse nuevas corrientes en la arquitectura moderna. El resultado final es decepcionante, se premia un proyecto de corte neogótico de Howells y Hood, que parece afianzar una línea de diseño claramente conservadora.

Entre los disidentes de esa línea estaban algunos de los participantes europeos, arquitectos ya entonces muy renombrados y que posteriormente han hecho historia en su disciplina. De entre todas esas propuestas nos quedaremos con la de Adolf Loos, que se instala como ninguna en ese juego ambiguo entre lo icónico y lo irónico. Tan sutil resulta su juego que ha dividido a los críticos, que a estas alturas son todos los arquitectos en ejercicio.

Propuesta de Adolf Loos para
la sede del Chicago Tribune en 1922
A un lado se han situado los escépticos, que han deplorado con aire resabiado ese intento irónico de entronizar la columna jugando con su doble sentido, arquitectónico y periodístico. Nadie duda de que eso la convierte en un monumento burlesco, en una broma monumental. Si con ella se hace o no exaltación de la libertad de expresión, como añaden los más avisados, que ven una feroz crítica a la orientación derechista del periódico y a su propietario el coronel Robert McCormick, es algo que entra dentro de los juicios de intención, de la pura especulación. Lo único que puede afirmarse es que Loos era en aquella época un hombre próximo al dadaísmo parisino, por lo que el edificio no pasa para el escéptico de ser una mera provocación, un motivo fuera de lugar y ajeno a cualquier función distinta de su propia representación.

Frente a los escépticos estarían los devotos de Loos. Para muchos de ellos, a pesar de su devoción y aun aceptando la monumental ironía, resulta difícil explicar ese gesto grandilocuente y reverencial para con el clasicismo, representado en esa gigantesca columna dórica. Creen que su programa modernista y su tajante ruptura con la cultura kitsch vienesa se explicarían mal con ese homenaje. Y sin embargo, puede que más allá del carácter icónico que se la ha otorgado como enseña de la nueva arquitectura del siglo XX, contenga su rascacielos un significado más profundo y emblemático. Hay detalles materiales, además de sus propios escritos, que confirman el interés de Loos por la estilización monumental que se había venido cultivando en la construcción de mausoleos a lo largo de la historia.

Al margen de estas discrepancias, si partimos del icono arquitectónico que el proyecto propone, sólo una interpretación adecuada puede imprimirle carácter emblemático y ayudarnos a adivinar el sentido con el que lo creó su autor. Una primera interpretación, que sintonizaría con otras obras de su tiempo, es convertir ese icono en una alegoría conceptual del trabajo. El sólido pedestal, que se asocia a la función orgánica de sostén y administración, serviría de fundamento para que pueda el espíritu elevarse a través del continuado esfuerzo laboral hasta las más altas cotas, hasta un paraíso tan sólido como los cimientos. Pero, leyendo sus prescripciones y la pequeña memoria que redactó posteriormente, se concluye que nada de eso encaja, y que de seguir en esa línea el conjunto diseñado adquiriría un tono de parodia y completaría un inesperado giro de lo icónico a lo ironía bufa.

Es significativo, en concreto, que el material escogido para la torre fuera granito negro pulimentado. Seguramente Loos quería rodear la fábrica con esa atmósfera de brillante oscuridad y con esos reflejos sombríos tan solicitados por la arquitectura funeraria. El detalle sirve de apoyo a una interpretación del icono más acorde con el espíritu clásico y más próxima a lo expresado por Loos en su memoria. De acuerdo con ella, la columna está colocada sobre una tumba, no es otra cosa el altar cúbico que le sirve de base, y actuaría como un canal mediador entre cielo y tierra, entre la vida y la muerte. El diseño se habría inspirado directamente en la funeraria clásica y transmite al icono toda su fuerza emblemática. El propio clasicismo parece ser reinterpretado a través del edificio en un mundo que parece gobernado por otros principios. En este sentido, junto a la intención casi programática de mostrar cómo la forma aflora naturalmente desde la propia materia, queda también claro que eso impone, tratándose de un rascacielos, un exigente análisis de las estructuras que deben mantenerlo firme y facilitar su función.

Nos han hecho a ver en los rascacielos signos de progreso y modernidad, nos han acostumbrado a medir la modernidad en sus progresivas y disparadas alturas. Puede que eso baste para exhibirlos en catálogo como iconos de los sucesivos siglos, como emblemas de la pujanza y el poderío económico e industrial, pero no los convierte en signos inequívocos. Ninguna manifestación artística está a salvo del corrosivo efecto de la ironía, como tampoco de la derrota o el extravío de su discurso. Y lo que vale para la literatura vale también para la arquitectura. Quien pone en circulación diseños que explotan el equívoco, compromete el sentido del discurso vigente pero posibilita la ilusión de una nueva continuidad. Otros, por contra, parecen empeñados en la reproducción del rascacielos como el más prestigioso icono de su mundo. Nadie podría decir por cuánto tiempo seguirán en ello. Lo que se puede apreciar, sin embargo, son claros signos de agotamiento, los mismos que surgen en cualquier arte cuando se tiende a confundir la versatilidad del diseño con la expresividad del modelo. No está de más señalarlo, porque esa distinción es la que vino a defender en arquitectura Adolf Loos.


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