jueves, 21 de junio de 2012

Un aforismo de Fuster


Se ha hablado últimamente del escaso impacto y autoridad que en la actualidad tiene la figura del intelectual. No parece, sin embargo, que hayan sido las nefastas versiones y perversiones del siglo pasado, en el que algunos intelectuales llegaron a actuar como consejeros áulicos o como comisarios políticos, las que han alejado su figura de la estima pública. Una explicación mejor de ese deterioro se tiene si observamos que, en proporción inversa a la autoridad intelectual y moral perdida, está el impacto mediático ganado por el intelectual tras verse reciclado como personaje farandulero. Mientras que algunos, en esa mutación, han optado por hacer definitivamente mutis, otros siguen en escena, si bien con un papel más cercano a la retórica visual que a la auténtica dialéctica.

Andreu Alfaro, Logotipo para el año Fuster
Lo que de ningún modo creo que haya desaparecido es la necesidad de voces que reflejen por escrito el malestar cultural y social. Ahora que nos invaden y acaban por prevalecer las valoraciones económicas, los puntos de vista un poco más penetrantes resultan más necesarios que nunca y, pese a ello, los acontecimientos se imponen en medio de silencio intelectual bastante alarmante. Viendo toda esta evolución, nos entra cierta nostalgia y nos vienen al recuerdo los intelectuales de la vieja escuela; y entre ellos, hoy en concreto, el ya desaparecido Joan Fuster.

Se da el caso de que en día tal como hoy, 21 de junio, de hace 20 años, Fuster se despidió de este mundo. Este año se cumplen también 90 de su nacimiento y 50 de la aparición de Nosaltres, els valencians, una de sus obras más significativas. No podría valorar sus aciertos en esta línea de pensamiento, pero sí apreciar su valentía y desenvoltura para abordar un tema tan delicado como el sentimiento identitario valenciano en una época tan poco propicia. Sólo así se explica la tormenta desatada por sus libros y artículos entre los estamentos oficiales, a la que se dio fin con su condena al ostracismo, un ostracismo que con los actuales dirigentes, y aun después de muerto, parece no haber concluido. Esta condena oficial fue bastante temprana y tuvo una escenificación grotesca, más propia de los antiguos autos de fe, al quemarse el ninot que representaba a Fuster en medio de la plaza del Caudillo. Aquello fue el 9 de marzo de 1963.

A pesar de todas las inquinas instigadas entre sus propios paisanos por las autoridades franquistas, Fuster continuó su tarea. Puede que le salvara del desánimo su espíritu sarcástico y burlón, desplegado con una gama completa de registros literarios, que van de la rigurosa crítica de casi todo a la ironía más desgarrada. El núcleo principal de su obra está compuesto por sus numerosos ensayos. Con ellos, con sus diarios y su correspondencia puede obtenerse seguramente un retrato bastante fidedigno de lo que entonces se entendía —sin términos tan altisonantes como el de intelectual— por compromiso cívico. Fue en torno a gentes libres como él, donde se fue tejiendo una red de complicidades que sirvió años después de alternativa y más tarde de soporte a la sociedad que hoy tenemos —que hoy tenemos en serio peligro, debería decir.

No diré que con gentes como Fuster saldríamos del atolladero en que estamos. Pero si la parálisis actual tiene una componente moral, si puede ser derivada del desprecio por nuestro antiguo y humilde oficio, por nuestra condición personal, con el abandono de nuestra dignidad y la nuestro entorno, y con el vergonzante rechazo de la lengua común y modesta; pues bien, si estamos aquí y así porque de lo que éramos abominamos, no estaría de más que echáramos la vista atrás y nos reconociéramos. De hecho, el retorno a los ambientes espesos, en los que Fuster y muchos otros se vieron obligados a moverse, podría estar más próximo de lo que creemos. Así que necesitamos a Fuster y a todos los demás, por su probada perspicacia para abrirse camino haciendo oficio de su sorna y desapego, como nuestros mejores guías.

En otro orden están sus aforismos. Muchos de ellos señalan las palancas que es preciso remover para ponerse en marcha y salir de la atonía. No podemos volver a revivir tiempos pasados, pero debemos examinar todo lo sucedido, aunque sólo sea para no recurrir, acuciados por el miedo, a los dogmas del biempensante como si fueran nuestra única vía de salida. Hay un mecanismo antiguo, que se instala con demasiada comodidad en la mente de los peninsulares, que tiene que ver con ese santo temor al libre pensamiento imbuido por la Iglesia y que hace que cualquier aventura intelectual se convierta en un acto de osadía. En vez de pensar con libertad, parece siempre más juicioso aferrarse al dogma. En uno de sus aforismos más reveladores, Fuster apuntaba certero a la clave de esta sumisión y ofrecía un diagnóstico que, en cierta medida, todavía sigue vigente. Decía lo siguiente:
Com que no m’atrevesc a dir el que pense, m’esforce a dir el que hauria de pensar.
Como no me atrevo a decir lo que pienso, me esfuerzo en decir lo que debería de pensar.


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