viernes, 1 de junio de 2012

Acotado albedrío


No sé si el cambio de paradigma, como diría un polemista fino, conlleva la completa renovación de los conceptos que dan soporte a nuestra actividad social, lo que sí creo es que cualquier cambio en ese sentido debe ser tenido por un síntoma de que algo extraño sucede y como un aviso de que podemos encontrarnos ante el final del ciclo en que inconscientemente hemos vivido. Podría ser este el caso de la divisoria entre el bien y el mal, que siempre hemos tenido por fundamento de la moralidad. Seguramente porque siempre hemos imaginado que su percepción es un signo propio de los humanos y su distinción está impresa en la conciencia de cada uno de nosotros. A esa distinción hay que añadir la posibilidad de elegir libremente entre ambas opciones, a la que denominamos libre albedrío y que está en el origen de nuestra responsabilidad moral como seres humanos. Lo corrobora la propia Declaración Universal de Derechos Humanos cuando señala en su primer artículo: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».

En torno a este principio básico, que rige al fin y al cabo nuestro buen juicio y determina la responsabilidad por nuestros actos ante la justicia, caben dos objeciones que cuestionan su carácter universal. La primera nos conduce a un territorio sumamente indefinido en el que se libran con frecuencia decisivas controversias jurídicas. Al hablar de todos los humanos y de sus respuestas damos por sobrentendidos los rasgos que definen la normalidad humana. Sin embargo, la normalidad puede llegar a veces a ser tan flexible como las circunstancias en que el individuo responde a los hechos. Se viene aceptando como excepción que alguien sometido a cierta enajenación o a una presión insoportable en su entorno, puede llegar a ver confundida su capacidad para juzgar y para dirimir su posición en la divisoria moral. Con ese criterio más o menos laxo de normalidad humana, que médicos y psicólogos se ven obligados a analizar en ciertos encausados, o con valoraciones generales sobre la excepcionalidad de la situación social en la que se han dado los hechos, se ha jugado en muchas ocasiones a construir eximentes de culpabilidad penal. Los grados de locura y las situaciones bélicas han sido exhibidos ante los tribunales, entre otras circunstancias, como factores limitadores de esa normalidad presupuesta y consecuentemente como atenuantes de la responsabilidad penal en un principio reclamada.

Hasta aquí el ciclo del libre albedrío ha continuado, con esas salvedades y paréntesis, pero sin que se vislumbrara el final de su vigencia. Hoy, sin embargo, en base a nuevos estudios neurológicos acerca del funcionamiento cerebral, se duda de que la conciencia dicte ineluctablemente nuestro comportamiento. Ya no se trata de de que el criterio moral de un individuo haya quedado afectado u oscurecido por una patología mental o por un temor desmedido, lo que ahora se pone en cuestión es la capacidad de cualquier persona para tomar conciencia de su acto antes de decidir actuar. Si la secuencia se invierte, colocando la decisión, o mejor la acción, por delante de la toma de conciencia, no habría propiamente volición. De ser esto una ley generalizada, nuestros actos no serían propiamente voluntarios y nuestra responsabilidad, pongamos criminal, quedaría relajada o incluso liberada. Algunos afirman, basándose en estas consideraciones, que el libre albedrío no deja de ser una mera ilusión, una entelequia filosófica. Vayamos, pues, a los fundamentos neurológicos en los que basan esta objeción.

Neurólogos como Sam Harris han corroborado mediante imágenes obtenidas por escaneo con resonancia magnética el resultado de experimentos anteriores sobre este asunto como los del fisiólogo Benjamin Libet. De todo ello deducen básicamente que el cerebro toma la decisión de actuar antes de que uno sea consciente de su acción, por lo que esta acción y su resultado difícilmente podría depender de su voluntad. La representación de la secuencia en regiones del córtex, a las que vamos viendo iluminarse coloreadas en pantalla, parece convertir el tema en un juego de efectos causales y abona la tesis de un reduccionismo moral, que de aceptarse alcanzaría enormes consecuencias sociales. Si el impulso motor inconsciente es la chispa que está en el origen de cualquier acto criminal, actuaciones de prevención social como las mostradas por la película Minority Report estarían en un futuro lamentablemente próximas.

Obligados a retroceder hacia lo inconsciente, después de quedar la lógica jurídica desasistida y sin soporte neurológico que ofrecer al libre albedrío, la tarea consiste en encontrar para ese axioma moral un nuevo asiento digamos físico. Pero en las conjeturas que se manejan, los conceptos introducidos son de difícil conciliación con el edificio legal que aún mantenemos. El propio Harris ha explorado la posibilidad de un libre albedrío más cercano a la intuición que a la lógica, volviendo a concluir de nuevo en el carácter ilusorio del libre albedrío en esa moral intuitiva. Esto le ha hecho dudar de que una línea causal pueda llevarnos ante un principio consciente o subconsciente, determinante de la elección moral fundamental. Como alternativa a este fundamento ético que parecía común a todos, y que fue sugerido con carácter axiomático y con derivaciones jurídicas impecablemente lógicas por racionalistas como Leibniz, Harris hace a cada individuo propietario no exactamente de un criterio propio sino de un paisaje moral personal. Es de estas expresiones, todavía prendidas a una metáfora, de las que hablaba al principio como síntoma de que se acercan cambios insospechados.

Como Harris señalaba en una reciente entrevista, el panorama moral al que nos vamos asomando es demasiado ambiguo como para formular algún tipo de criterio y menos uno que se apoye en lo subconsciente, por entender que un acto volitivo:«… alcanza a todo lo que pensamos y hacemos y decidimos. No hay un sitio en que podamos decir, la pelota se detiene aquí. La pelota nunca se para. Tus deseos emergen de una selva de causas que tú mismo no puedes inspeccionar. Los únicos medios de que dispones son los que heredas de tu pasado. Hay cosas sobre la moralidad y el sistema legal que cambian cuando se considera que no hay libre albedrío».

En realidad, la desaparición del libre albedrío, de aceptarse, vendría a suponer la pérdida de uno de los últimos de criterios binarios de elección y la consiguiente devaluación del contraste, entre lo bueno y lo malo en este caso, como factor de argumentación. Evidentemente esto trastoca de forma radical la lógica que permite imputar responsabilidades legales a una persona. El ineludible ejercicio de la justicia obligará a que dicha lógica sea reformada, pero su evolución puede ser problemática. Sin el supuesto del libre albedrío, tal y como hoy se emplea, la lógica jurídica será técnicamente más compleja, socialmente más opaca y probablemente más sujeta a errores, extravíos y abusos de poder, al menos mientras la ciencia no nos la haga un poco más transparente.


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