domingo, 24 de junio de 2012

El terror, desde fuera


Cuando oigo hablar de aniquilación del terror no puedo menos que preguntarme si con esa determinación no se desembocará inevitablemente en un nuevo modo de propagarlo. Palabras tan resolutivas como derrota, aniquilación y exterminio parecen quedar bendecidas si lo que niegan, al punto de intentar anular, es el mal absoluto. Probablemente ni el éxito de esas intervenciones pondrá fin a ese mal, sino que conducirá a males relativos, pero como siempre hay quien confía incluso en el absoluto bienestar. Declarándolo absoluto pasamos a hablar de un mal del que se han eliminado resquicios y excusas, a tal punto que se presume claro y definido, por más que la imposible graduación haga arbitraria su absolutismo. Su dinámica percepción es fruto de una estricta asociación con el miedo, que ensancha los márgenes del terror, a tenor de las circunstancias, y redefine su existencia. El terror podrá estar en boca de todos, pero no es simple introducir en una norma legal una sensación de estas características. Entrar a definir el término terror y sus variantes, siguiendo el hilo del miedo, puede ser tan aventurado como explorar un pozo insondable. En la mayoría de los casos, lo aterrador comienza con un atentado a la vida de proporciones y significación variables. Normalmente y para mayor claridad, necesita el terror ser aducido en perjuicio de la inocencia. De una inocencia virginal, que ofrezca un contraste nítido y que dé al terror un sinsentido inequívoco. Gracias al reflejo en ese espejo límpido, al espanto provocado por la muerte de un inocente, podemos hacer de nuestro miedo personal un terror universal. Esto no sacará al concepto de la indefinición, aunque los hechos puedan servir para declararse aterrado y para juzgar a partir de ahí el acto como una aberración moral absoluta.

Tener miedo está en nuestra naturaleza, pero extremarlo no nos lleva al terror universal del que hablamos. Es la agresión a la inocencia, a una inocencia reconocible y alejada de toda duda, la que da al acto su dimensión social y propaga el miedo. Es ese temor de ver al inocente atropellado el que alimenta el terror social y políticamente activo. La persecución jurídica es un modo de rechazar el miedo y con la criminalización del hecho buscamos mayor margen de seguridad, respondiendo de esa forma a nuestro instinto de conservación. Ahora bien, lo que vale para un miedo concreto, no puede con el terror indefinido, porque ese terror, como hemos dicho, solo existe en virtud de una inocencia mancillada. La más inmediata y aparente es la de la víctima, pero se impone después la sensación de que lo que se ha violentado es la inocencia colectiva, y esa inocencia no es tan fácil de calibrar. En realidad es tan inaprensible como la culpabilidad, tan inaprensible como imposible sería la imputación colectiva de crímenes a una sociedad, por muy agresiva y devastadora que se muestre. Otra cosa será establecer en qué medida cuestiones como la aceptación general de un abuso preventivo sobre los extraños pervierte esa inocencia social. Evidentemente es complicado, pero hay signos que deberían alertarnos cuando nuestra sociedad moralmente descarrila. En concreto, esa inocencia social va camino de malograrse cuando se hace circular, se vota y se consagra el intento de aniquilar terrores como quien elimina del espejo los espectros que distorsionan su despreocupada imagen. Hay síntomas del malestar que nunca pueden perseguirse, porque nunca acaban de definirse.



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