domingo, 3 de febrero de 2013

Lo que sobrevuela



Hablando de la muerte y de sus augures se pregunta Séneca el rétor, el padre de Lucio Anneo, en una de sus suasorias «Cuántos dioses se agitan en torno a un solo hombre». La cita tiene su historia: proviene probablemente de una declamación de otro rétor, Arelio Fusco, preceptor de Ovidio. Pasados los siglos es llevada por Montaigne a su ensayo «De juzgar de la muerte del prójimo», de donde pasa a Pascal que la cita en uno de sus pensées, en el cual se limita a retomar una serie de sentencias clásicas utilizadas en sus ensayos por Montaigne. Esto por lo que hace a los orígenes de la cita. Mejor que vayamos al grano.

La versión latina ofrece esa concisión característica que tanta potencia y propiedad dan a dicha lengua. La sentencia anterior dice originalmente «Tot circa unum caput tumultuantes deos». En ella el sentido exacto de cada una de las palabras —el que tenía en tiempos de Séneca, quiero decir— forzosamente se me escapa. Aún así, leer «unum caput» nos hace imaginar, a partir del contexto, una cabeza más solitaria que única, una cabeza pensante, asediada y atormentada. Y lo que viene a continuación no sólo lo confirma sino que crea una imagen más inquietante, porque son tumultuantes deos quienes en torno a ella, seguramente de continuo, merodean. Cabe la posibilidad de que el «tumultuantes» latino no encaje exactamente con el actual «tumultuosos», que es la palabra que yo me imagino, pero puede también que su autor fuera más lejos y quisiera ensanchar su sentido, mirando hacia el futuro, justo donde hoy nos encontramos.

Para tratarse en ella de la muerte no es un interrogante precisamente reconfortante. Más bien hay algo en sus palabras que intimida: los opuestos, hombres y dioses, muestran aquí una cruda asimetría. Un solo dios ya reflejaría su poder frente al mortal en su capacidad de anularlo. Cuando la proporción se multiplica frente al uno, cuando esa pluralidad divina acosa además a ese uno solitario en su mismo núcleo, no estamos ante espíritus protectores sino ante acosadores. El asedio al que nos someten nuestros propios miedos sería su versión más reciente, la que rige desde que hemos aprendido sobre nuestro alter ego, desde que hemos aceptado el oscuro envés que dobla nuestra naturaleza. Antes habían sido simplemente las sombras, esas sombras que sembraban los sueños de amenazas, disfrazadas siempre como el otro, el que se avecina, el que amaga con crueles daños. Es verdad que estas eran silenciosas y que sólo llegaban a ser tumultuosas en medio de pesadillas. Tumultuosa compañía para nuestra desamparada cabeza fueron también durante algún tiempo las musas, unas más fieles que otras, pero no llegaban a acosarnos, casi siempre fueron generosas y generalmente animosas. No, no pueden ser musas cuando lo que nos rodea en pleno silencio es miedo y desamparo. Cuando eso sucede cobran sentido, y bien preciso, esos viejos y tumultuosos dioses de Séneca. Figuras despiadadas, nada misericordiosas, que sobrevuelan en espera de nuestro final como si libráramos con nuestro último suspiro alguna clave de la que ellas carecen, como si nos reclamaran esa libertad, ese minúsculo poder de de rechazarlas.




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