jueves, 14 de febrero de 2013

Ida y vuelta



Como quien se apunta a un pasatiempo, he intentado hoy regresar al pasado y he viajado a aquella ciudad que durante algún tiempo me acogió y de la que puedo afirmar sin reservas que me hizo despertar del narcótico efecto del incienso, reconocer el mundo abierto hasta darle razonable medida y, si eso es posible de algún modo, me animó a vivir mi vida. Regresando a través del tiempo, estos viajes se convierten inevitablemente en fantasías, en visiones retóricas del pasado, en intentos de acomodar tu mirada actual al abrupto terreno de tu juventud. En el recuerdo todo aquello se contempla con condescendencia, desde los momentos difíciles, asumidos ahora como anécdotas divertidas, hasta los severos aprendizajes, que tan marcadas huellas dejaron y que hoy bendecimos como el camino correcto; la realidad a la que accedemos es, sin embargo, mucho menos amable. Ha pasado la friolera de cuarenta años. Era de suponer que un experimento como éste tan gratuito e ingenuo estaba condenado al fracaso de antemano y que no volvería de él con el regusto de lo revivido sino con un poso frustrante.

Lo que la memoria recogía hasta ayer como un escenario fascinante, donde mis aventuras consiguieron librarme en un período mágico de mis anteriores desventuras, ha pasado a ser un medio extraño, que sin llegar a hostil, apenas resulta reconocible. No es que haya encontrado la ciudad totalmente desfigurada, la trama urbana es más o menos la de entonces. Las calles que he recorrido, las del centro, no han cambiado demasiado, siguen siendo las mismas. Sus nombres familiares siguen acogiendo a los indolentes paseantes de siempre, pero los apresurados transeúntes, esos que cruzan las calles con un objetivo fijo, parecen haber aumentado. El trajín del tráfico confirma esa urgente actividad que absorbe buena parte de las energías urbanas. Desde las orillas del asfalto, que ya hace años sustituyó al viejo adoquín, echando la mirada hacia arriba se levantan los viejos edificios. En esa zona céntrica la mayoría se conserva, sin que eso sirva de aprecio a su calidad estética, que ayer como hoy es mediocre y en ciertos casos infame. Algunos de ellos, no los peores, han caído bajo la piqueta para verse sustituidos por soluciones novedosas, pero de difícil encaje con su entorno. En esto esta ciudad, ávida de armonías imposibles, siempre fue audaz hasta el ridículo. Al resto de las edificaciones tampoco el tiempo les ha favorecido. Poca pátina ha venido cuatro décadas después a darles lustre.

A medida que te distancias del centro, no tardas en encontrar un ambiente más sosegado, de rutinas cotidianas, tirando a triste. Te sorprende encontrarlo en lo que fueron espacios bulliciosos y caldeados, frecuentes cauces para la animación, abiertos a encuentros multitudinarios y a fogosas declaraciones públicas. Las imágenes de los hechos que entonces te marcaron te acuden hoy nítidas a la cabeza, prácticamente te asaltan, mientras contemplas una alameda mustia y anodina, donde los viandantes parecen haberse despistado del curso de una historia que por un momento fue trepidante y que sigue siendo suya. Probablemente ninguno de los que pasan podría responder de lo que pasó en esas calles. Un velo se ha ido poco a poco tejiendo en torno a los lugares donde quedaron enganchados los recuerdos. Por mucho que miras no consigues encontrar aquel diminuto bar, aquellas escaleras del cine, aquella fuente en la plaza, aquella parada de autobús, aquella tranquila terraza, aquel rincón bajo los árboles que te servían de punto de cita. Algunos han quedado ocultos tras bingos y hamburgueserías, otros simplemente han desaparecido. Por un instante he tenido la impresión de contemplar un engrasado mecanismo y así, ante los fatigados edificios, veía a los coches circular impertérritos, a los tranvías silenciosos y a los ciudadanos amnésicos. Evidentemente la visión que cada uno consigue de lo que tiene ante sí la alimentan sus sentidos, pero esos juicios sobre vitalidades, climas y ambientes son deudores de su memoria. Mi memoria, alejada hace años de esa realidad urbana, pecó de juvenil entusiasmo y mantuvo a la ciudad casi intacta en un tiempo que ahora se antoja fugitivo. Una vez de vuelta a casa, no te afliges tanto por ese engaño en el que alegremente te recreabas como por haber arrastrado hasta tu gris refugio, y seguramente sacrificado a perpetuidad, el vivo colorido de aquellos días.


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