martes, 19 de febrero de 2013

Esperaba otra respuesta


Metido en las profundidades de la Patagonia andina, Bruce Chatwin pasa por Trevelin. Tras ser acogido en el Instituto Bahaí, nombre con el que los novicios persas que lo habitan se refieren a su apostólica misión en aquellos parajes, su guía espiritual, algo intrigado por el extraño rumbo del recién llegado, decide poner precio a su hospitalidad con una inquisitoria.
«—¿Qué religión profesa usted?—preguntó Alí—.¿Es cristiano?
—Esta mañana no profeso ninguna religión específica. Mi dios es el dios de los caminantes. Si caminas mucho, es probable que no necesites ningún otro dios.»
Aunque la respuesta de Chatwin dice mucho sobre su modo de entender el mundo y su vida, su interlocutor la entiende como una sospechosa evasiva, o mejor sería decir que ni la entiende ni la acepta. Así que continúa con un amago de ordalía, a base de machete y revólver, con la que intenta calibrar la animosidad y la peligrosidad del viajero. Finalmente, vista su insolvencia física y sus dudosas creencias, sin más se le abandona.

La anécdota ilustra recelos y actitudes bastante extendidas. En algún otro momento del viaje la pregunta se repite, pero aquí el criterio que impera es dar asilo sólo a los fieles creyentes. Como caminar sin rumbo fijo suele ser visto como un esfuerzo inútil, apenas se concede crédito al de religión errabunda. Y aunque se le deje explicarse, la lógica del clérigo pronto lo condenará. Si no es un hombre de fe, no es peregrino; si no es un peregrino, no está libre de sospecha; si su credo es sospechoso, mejor fuera del templo, a la intemperie.


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