domingo, 17 de febrero de 2013

Escena y cuadro


E. Degas, Répétition d'un ballet sur le scène (1874)
Musée d'Orsay, Paris
Una escena bien puede ser vista como una acumulación de sucesivos cuadros —no hay más que pensar en el cine— y será la intensidad creciente de algunos de sus matices, encarnados o no en personajes y diálogos, la que acabe dando forma y proponiéndose como argumento, aunque el argumento central sea siempre el mismo, el tiempo. Las dificultades para invertir este proceso, es decir para llevar un cuadro a escena, confirman la raíz temporal en que se sustenta esta última. La escena reinventa los elementos conjugados en el cuadro desde el momento en que los interpreta. No es fácil decir si el diálogo con que se trata de animar el cuadro responde a esa conjugación, si realmente muestra la clave de ese efecto suspendido. El equilibrio de factores gracias al cual se mantiene nuestra atención, y a veces nuestra devoción, por el cuadro suele ser demasiado frágil e inestable como para colarle una declaración, meterlo en un cruce de palabras o, peor aún, adornarlo con una broma. Tampoco un cuadro refleja exactamente un instante o un estado de cosas que pueda ser prolongado forzando su continuidad a través del pasado o del futuro. Las escenas gravitan sobre el lenguaje oral, mientras que un cuadro supone y entiende el lenguaje de cada uno de los objetos que incluye. El cuadro nunca puede ser concluyente, es un fenómeno proyectivo y como tal carece de final. El cuadro puede ser en todo caso convergente, pues en él concurren como en un cruce fortuito, y atraídos por la dúctil mano del artista, imágenes y figuras dueñas de lenguajes dispares, procedentes de mundos disjuntos.


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