jueves, 7 de febrero de 2013

Atrapados en el pasmo



Por la prensa hemos sabido que ha llegado recientemente a nuestras librerías la inesperada obra Sin embargo no se mueve, de los irrespetables docentes Juan Carlos Gorostizaga y Milenko Bernadic. En ella sus autores tienen a bien, por justicia según entiendo, declararse adictos al geocentrismo, esa «visión cosmológica olvidada y apartada injustamente del saber» que coloca a la Tierra en el «baricentro cósmico». Saber y justicia, profundas palabras, lamentablemente comprometidas, debo deducir, por el cambio copernicano y la terca actitud de Galileo con su eppur si muove (y sin embargo se mueve). Continuando su línea argumental, tendríamos en el sabio toscano al ridículo campeón del heliocentrismo, doctrina que hubiera merecido mejor la suerte inversa, de haber mediado una acción más enérgica y expeditiva por parte de la Inquisición. Sorprendentemente, apenas cerrada la presentación de su alegato, nos llega de inmediato una primera conclusión: Mejor una cercana inquisición que una extraña ciencia, mejor una visión universal que una simple teoría.

No sé si hay que sorprenderse por que exista gente que se planta frente a la Sphaera mundi de Sacrobosco como definitivo logro astronómico. Mientras escribo, me vienen a la memoria los refinados desbarres protagonizados por los miembros de aquella «sinagoga de los iconoclastas», tan acertadamente retratada por J. R. Wilcock en su inolvidable novela homónima. Cojo el libro de la estantería y, repasando apresuradamente, encuentro lo que buscaba: el olvidado caso de Cyrus Teed, cuya cosmogonia geocéntrica, menos conocida ciertamente que la propuesta por nuestra pareja, guarda con ella cierto parangón. A diferencia del clásico geocentrismo extrovertido, al que regresan Gorostizaga y Bernadic, estamos con Teed ante uno rigurosamente introvertido, lo que supone que «la tierra es una esfera vacía, dentro de la cual está contenido el universo». Viviríamos, por tanto, sobre la superficie interna de la esfera con la vista en el infinito, que «no es otra cosa que el invisible centro de la esfera». Dejo al lector los restantes y no menos asombrosos detalles profusamente recogidos por Wilcock. Lo más curioso es que medio siglo después la novela parece seguir viva, un secreto metabolismo le permite vigilar la actualidad de la que extrae invenciones y de ese modo va incorporando los capítulos que aún le faltaban. Desde luego la pareja antes mencionada merecería por derecho propio un generoso capítulo en ella.

En su día, cuando entré de la mano de todos sus desvariados eruditos en aquel estrambótico templo del saber, me hice la misma pregunta que me hago ahora: ¿qué secreto magnetismo nos pone a merced de los iconoclastas? La clave no puede ser otra que el insoslayable atractivo del delirio, con ese punto embriagador que nos catapulta al mundo encantado que siempre creímos merecer. Más allá de su estado delirante, el iconoclasta suele exhibir pocas razones, pero aun así su discurso es fácil de contagiar, porque es presa de un ánimo tan fervoroso y positivo que siempre atrae público. Normalmente la gente va con el iconoclasta cuando sin vergüenza ni tutela blande el hacha a pecho descubierto frente a los intocables iconos. Sólo con ese gesto ya promete pelea y espectáculo, una lid a la vieja usanza, con los paladines arremetiendo contra lo oscuro.

En esas parecen estar nuestros autores, con los pies firmes en la Tierra, decididos a explicar el cosmos, pero convencidos de que no te puedes quedar en las leyes y los teoremas. El manejo algebraico, con su juego de símbolos, es un espectáculo, si acaso, para calígrafos pasmados. Los farragosos argumentos llevados al papel a la luz de las velas sólo pueden satisfacer a la desnortada tribu de los filósofos miopes y cejijuntos, llámense Newton o Bernouilli. De quedarse pasmados, estos iconoclastas prefieren hacerlo sentados en su trono terrenal y frente al solemne giróscopo del firmamento. Que nadie ose arrebatarles, llegada la noche, ese eterno espectáculo del Universo con infinitas estrellas acudiendo a su encuentro como obediente rebaño y saludando respetuosas con sus temblorosas luces. Para ellos si la arrogante ciencia no sabe ver ni explicar el modo en que la naturaleza se rinde al hombre, tampoco será capaz de entender el mundo que ellos contemplan. Arrogancia por arrogancia, su prédica aspira a dirimir esa funesta pugna entre ciencia y hombre, haciendo que sean sencillamente el buen sentido y la evidencia quienes con su fuerza decidan. En la obra editada ellos sólo desean considerarse ministros e intérpretes del esclarecedor poder que tienen los sentidos. Si, muy a su pesar, han tenido que sacar el hacha, ha sido para reconducir a la ambiciosa lógica con sus geometrías al ámbito del buen juicio y para dar justa y clara réplica a una ciencia cada día más hermética y oscura. Así se ven.


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