lunes, 6 de febrero de 2012

El tiempo y su escritura


La fe no sólo mueve montañas, a veces extiende su poder a territorios más prosaicos e impone en ellos cómodamente sus dogmas. A muchos les mueve la creencia, por ejemplo, en criterios estéticos superiores, gracias a los cuales pueden valorar cualquier estilo literario por contraste con un canon ejemplar, artificialmente constituido como síntesis de ciertos estilos personales, que juzgan incontestables y les resultan simplemente afines. Previamente cierta crítica ha elevado los rasgos básicos de esos estilos a la categoría de condiciones objetivas para la declaración de excelencia. Cualquier observador verá prevalecer en toda esta doctrina dos ideas fijas: la intemporalidad de la belleza y la existencia de un estilo óptimo para la expresión en una lengua.

Dejados a un lado los errores ortográficos y ciertas indisposiciones sintácticas, lo que muchos ofrecen en frases cortas, otros lo dan en frases más largas, lo que algunos expresan con un léxico florido y selecto, otros lo abordan con el lenguaje urbano. Decidir cuál es el más atinado ya sería difícil, porque ponemos de por medio la realidad que esos estilos reflejan y el ajuste alcanzado en el ensayo, pero decidir cuál es más atractivo y poner grados a lo estilizado es aún más difícil. Para complicar aún más estas graduaciones habría que tocar también el aspecto funcional, es decir el destino final de lo que se escribe. Lo que en un principio son cruces chirriantes entre lo funcional y lo literario, entre lo natural y lo amanerado, bien puede obedecer a la búsqueda para el mensaje de contextos equívocos y en definitiva a una elección estilística distinta. Es verdad que este experimento, en ocasiones incomprensible, suele tener un tono desviado e insoportable, pero ese instrumento suele ser también el único adecuado para expresar nuevas situaciones.

En todos sus niveles, desde el léxico, a la sintaxis, al estilo y al género empleado, los escritos quieren ser una respuesta a lo que con el tiempo nos llega y subsisten a partir de entonces como signos de ese tiempo. Se da, sin embargo, la paradoja de que, mientras que quien escribe cree expresar en palabras el sentido de su tiempo, es el tiempo el que parece ir dictando el sentido de esas palabras. La paradoja confirma que no existe neutralidad temporal y que el lenguaje fija sobre todo momentos y modos. Seguirá habiendo quienes crean que un estilo puro avala la verdad y la belleza. No hay mejor credo cuando uno pretende escapar de este mundo, cuando ha renunciado a entenderlo. Esas sensaciones no son nuevas. Probablemente estaban en circulación cuando Robert Musil acertó a expresarlas de este modo: «No hay nadie en el mundo entero que sepa liberar sus pensamientos de los ropajes lingüísticos de la época. Es por eso que ningún hombre sabe cuánto hay de cierto en todo aquello que ha escrito, y la razón por la cual al escribir ningún hombre es capaz de trastornar tanto las palabras como éstas al hombre mismo».


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