miércoles, 28 de marzo de 2012

A veces mecánico, a veces humano


La tortuosa relación entre hombre y máquina, que los peritos asépticamente denominan interacción hombre-máquina, hace mucho que ha dejado de ser asimétrica. Me refiero a que no existe una primacía de poder, porque en términos ontológicos la asimetría persiste. La impresión es que la relación salió hace tiempo del dominio paternal ejercido por el humano y evoluciona en territorio abierto. Para seguirle el rastro, puede que haya que discutir brevemente sobre las formas de poder. Lo normal es asociar el poder con la toma de decisión, pero esta apreciación devalúa la importancia del aspecto modal, donde intervienen también decisivamente las mediaciones y los condicionamientos. El desarrollo de estos factores tiene una incidencia más lenta en la evolución del binomio hombre-máquina, pero es de parecido orden a la que desencadena la decisión. Si tenemos presente esta visión menos concentrada y más diversa del poder, el estado actual de la entente hombre-máquina podría ser calificado como un pacto de mutua servidumbre, servidumbre de la máquina frente al hombre y viceversa, pero siempre servidumbre y dependencia.

Inicialmente el hombre en su prepotencia ha creído que la relación se reducía al estricto régimen operativo que ha venido imponiendo a la máquina mediante lenguajes y estrategias, es decir mediante las interficies —eso que los peritos llaman torpemente interfaces. Es cierto que estas interficies, entendidas como puntos de convergencia de los procesos que marcan la actuación de ambos entes, son diseñadas todavía por el hombre. Sin embargo, no deberíamos confundir en este punto iniciativa con control de los efectos. Puede que el hombre todavía conserve lo primero, pero a estas alturas no es seguro que mantenga absolutamente lo segundo. A través de esas interficies, el flujo de causas sucesivas que se generan hace que la manifestación de los efectos que conjuntamente se desencadenan quede muy repartida en ambas direcciones. Es un poco ilusorio creer que el control efectivo depende de una causa inicial, una fuente de energía quizá, y más que otorga primacía a uno de los dos entes. Sobre todo porque para hacerlo efectivo y asignárselo deberíamos remitirnos a un control último, cada vez más remoto y difícil de recuperar.

Seamos sinceros, o por lo menos claros. El propósito de la búsqueda de la causa inicial, de los orígenes del sistema o del mecanismo primigenio no es aristotélico, sino que apunta a la recuperación de una palanca de emergencia para ejercer en última instancia la autoridad decisiva con la esperanza de llevar el binomio a su asimetría inicial, a la sumisión de la máquina. El sistema, sin embargo, una vez evolucionado es tan complejo, tan ramificado en sus apoyos, que ese tipo de autoridad es irrecuperable. De hecho hemos llegado a una situación en que ese sistema actúa como un híbrido o como un ente bifronte, alimentado por la tensión que media entre lo natural y lo artificial. Y puede que como Jano, aquel dios de las dos caras, el nuevo ente posea facultades desconocidas y portentosas que potencien la doble expresión. Al tener su origen en esa visión doble y opuesta, tanto su expresión como las demás facultades gravitarán siempre en torno al principio de actualidad, mirando a la vez al pasado y al futuro. En medio de esa disparidad, que no permite una visión común sobre el tiempo tendido, será difícil hablar de una dialéctica de superación, y sin ella será imposible hablar de compromiso mutuo, y menos de un comportamiento o de una ética.

Cabe imaginar que estando sus facultades sometidas a ese principio de actualidad, al poder de lo inmediato, oscilarán con progresos y regresos en torno a algún punto de equilibrio. Esa oscilación llevará alternativamente cada una de las dos caras del nuevo Jano a primer plano. A quien no conozca ese juego de equilibrios, la deriva del binomio básico, del hombre acoplado funcionalmente a la máquina, le parecerá bipolar y preocupante. A veces nos mostrará su faz mecánica, y a veces su contrafaz humana. En él tendremos un interlocutor intermitente y un actor imprevisible que se moverá en sociedad sin una identidad definida. Razones suficientes para que el aislamiento de este genio incómodo sea irremediable y para que el juicio social a su intrigante conducta resulte riguroso. Razones que llevan a una condena imaginable, pero también a una respuesta enigmática y temible, porque nadie puede imaginar qué ocurrirá cuando salomónicamente se desconecten sus caras.


No hay comentarios: