viernes, 9 de marzo de 2012

Cultos recíprocos


Anna Ajmátova (1911), dibujo de A. Modigliani
Sobre su encuentro en Paris con Amedeo Modigliani en aquellos días de 1911, Anna Ajmátova escribirá cincuenta años después : «El aliento del arte todavía no nos había abrasado, no nos había transformado: vivíamos esa hora ligera, clara, antes del amanecer. Pero el futuro, el cual, como es sabido, suele lanzar su sombra mucho antes de hacer su aparición, llamaba a la ventana, se escondía tras los faroles, atravesaba los sueños e infundía miedo con aquel horrible París baudeleriano, que se ocultaba por los alrededores. Y todo lo divino en Modigliani resplandecía como a través de unas tinieblas».

Rodean ese encuentro de la poetisa y el pintor datos (entre ellos el dibujo y el párrafo de arriba) que vienen a ser circunstancias o matices en los que se explica el signo amoroso de lo que ambos compartieron. Como en su caso, los amores se cultivan a veces creando un culto recíproco. Se abandona de entrada la ilusión del entendimiento, pero sin renunciar a la mutua y profunda contemplación. Embebidos en ella, ambos amantes elevan la presencia contrastada del otro al nivel del contraste que mantienen con sí mismos. La compleja dialéctica crea con frecuencia divinidades, o al menos reflejos más o menos pálidos de ellas. Su inclusión en el juego amoroso tiene inicialmente unos efectos deslumbrantes, en los que se desvirtúan las asimetrías y se acallan los presagios trágicos que inexorablemente acompañan a esos dioses.

Modigliani dibuja a Ajmátova apurando la expresión en el trazo del lápiz, con una sobriedad casi ingenua. Por las referencias sabemos que en ella quiere modelar la imagen serena de las diosas egipcias. Sin embargo, hay algo en el resultado que traiciona ese propósito. Muy lejos del hieratismo mudo, la figura descansa ensimismada, casi abandonada a sí misma. No es sólo el efecto conjunto, está ese giro de la cabeza en busca de intimidad o el gesto de esa mano desprendida. Son rasgos que expresan un estado anímico, que van más allá de la mera representación. Sorprende también que con esa impronta diagonal y dinámica llegue a mantenerse intacto su equilibrio. Cumple así la imagen con el requisito divino de la augusta quietud, por más que difícilmente veamos a Isis envuelta en esas curvas. A falta de erotismo, la fertilidad que con ellas se insinúa está lejos de la rigidez de la diosa egipcia y más cerca del estilo rotundo de una matriarca romana.

Ajmátova describe a Modigliani desde la distancia, ya iniciados los años 60. El tiempo transcurrido ha dado a conocer lo que encerraba y ha confirmado sus presentimientos. El párrafo los describe como de víspera, asomados a sentimientos sinceros y algo retóricos, poco magullados aún por las amarguras. París es un extraño punto de cruce a todas luces amenazado. París no es una fiesta, es un escenario sórdido y oscuro. Pero allí, mal que bien, fue ella convocada al amor. Un amor curioso, que en la memoria ha sobrevivido como un encuentro donde las sensaciones surgieron atizadas por el arte. Obligados a contemplarse y a compararse en su disparidad, ambos se hicieron ver en esa bruma parisina como dioses impenetrables. De no haber mediado sus artes, quizá no los hubiéramos visto reducidos a escala humana. Ella acabó retratada como una sibila imponente y él descrito como una estrella venidera.


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