martes, 20 de marzo de 2012

Acondicionando la escena


En las inmediaciones de Fresselines, un pequeño pueblo del Lemosín francés, recibe el río Creuse como afluente las impacientes aguas de la Petite Creuse. La confluencia se da en un amable paraje de riberas boscosas. Los robles y las hayas suben hasta las visibles colinas llenando las laderas con los colores propios de la estación. La luz, que a primera hora se asoma en tímidos y sombríos reflejos, va ganando en intensidad a medida que el sol se mueve aguas abajo, dando al paisaje contraste y volumen antes de mostrarlo a mediodía en todo su esplendor. En el punto de encuentro de ambas corrientes, plantado frente a poniente, como si de un espectador encantado se tratara, se elevaba en aquellos lejanos días un frondoso roble. Era él quien despedía cada tarde las últimas luces, mientras veía cómo todo a su alrededor se iba tornando rígido y frío. Aunque poco frecuentado, el lugar tenía su cofradía de devotos. Uno de ellos, escritor residente en el pueblo, condujo hasta él en cierta ocasión a un pintor amigo suyo al que había invitado a pasar unos días en su casa. Debió de ser esto a finales del invierno, marzo quizá, y del año 1889.

Nada más llegar a ese vértice en el que se levantaba el roble, quedó el visitante fascinado por todo lo que desde allí se veía. Donde quiera que miraba, la vista quedaba una y otra vez atónita ante nuevos motivos de estudio. Pero más sorprendente aún que esa profusión de temas eran las luces y colores con los que sus imaginarios cuadros quedarían revestidos. Con ser atractivo, el paraje parecía más bien un escenario, destinado por la naturaleza a reflejar las caprichosas evoluciones del colorido a lo largo del día. Volvió a la mañana siguiente y allí se mantuvo sentado durante la jornada entera mientras contemplaba maravillado el incesante espectáculo en el que el tránsito pausado de las sombras alternaba con los cambios repentinos de color. Intrigado y desafiado por ese rápido y evasivo juego de luces, decidió aplicar todo su oficio a plasmarlo en sus lienzos. Lo intentó con varios temas, pero no parecía fácil condensar en un solo cuadro los constantes cambios y todo ese dinamismo cromático. Decidió entonces repetir el mismo tema, pero en condiciones de luz diferentes, para ir formando de esta suerte series polifacéticas. Sumó con ellas hasta veintitrés cuadros.

Monet C., Rapides sur la petite Creuse à Fresselines (1889)
Metropolitan Museum of Art, New York
Normalmente para detener el tiempo en un cuadro congelamos una acción, al tiempo que mantenemos cierto dinamismo forzando la expresión de los actores. En un paisaje esa expresión del instante no pueden darla los actores, sólo puede lograrse siguiendo los reflejos de la iluminación. Eso supone también agitar o aquietar lo que la mirada recibe, sin más recursos que la huella del pincel y la paleta de colores. Era la suya una técnica nueva, en la que se perdía en dibujo lo que se ganaba a base de dar una expresión más plástica al colorido. Y todo para intentar suspender lo que el tiempo tiene de imparable y vertiginoso. Entrado mayo el roble permanecía en su sitio, pero estaba a falta de retoques en algunos de los cuadros ya empezados. En uno de ellos se ofrecía una vista general de la bajada del río, justo a esas horas de media tarde en que los tonos van apagándose, como si la luz se fuera en ellos escurriendo sin dejar huella. Ese día, al sentarse el artista y lanzar una ojeada para reconocer los colores presentes en el escenario, advirtió que en ese elenco algo había cambiado. Puede que la tarde viniera un poco espesa, gris o tormentosa. Puede que los ocres se vieran más oscuros y agotados y por eso las masas boscosas se insinuaran un poco impertinentes. De pronto reparó en el roble que se alzaba a sus pies y observó con desagradable sorpresa que su orgullosa copa estaba verdeando. Por inoportuno que fuera, eso era todo: había llegado la primavera. Claro que eso también podía alterar casi todo.

La decisión que tomó ha dado mucho que hablar entre pintores y aficionados, seguramente porque traicionaba todo eso del dinamismo cromático y porque acabó por instalar y confundir sus coloraturas en el escenario, haciendo inverosímil cualquier representación natural y pasajera de la luz. Fue el pánico, tan propio de quien se ve desbordado por la realidad, lo que le hizo pensar: si el tiempo se te escapa, intenta darle marcha atrás. En carta a una amiga, él lo contaba de otro modo: «Intenté ofrecerme a pagar al propietario del viejo roble cincuenta francos por quitar todas las hojas del árbol. Tengo cinco lienzos, de los cuales en tres juega todo el papel». La mañana siguiente dio mucho de sí. Dos operarios se afanaron, siguiendo sus instrucciones, en despojar al árbol de sus nuevas y tiernas hojas. Llegó la tarde y el escenario parecía preparado para la llegada de las últimas luces. Se dice que ya nunca acudieron a la cita, incapaces de reconocer al roble que había sido su talismán. No obstante, el pintor triunfó. Contaban de él que en Fresselines incubó un nuevo modo de ver la naturaleza. Pero el cuadro real, aquel en el que todo se resume, es un poco más irritante. En él un pintor que pretendía perseguir luces y colores a través de los paisajes, espera la hora crítica sentado junto a su caballete, sumido en sus ensoñaciones, mientras el paciente roble aguanta firme en escena esperando a representar de nuevo su papel, pese a sentirse mudo, ridículo y humillantemente expoliado.

Monet C., Soleil sur la Petite Creuse (1889)


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