martes, 4 de diciembre de 2012

La vida en relativo


Self (1991) © Marc Quinn
Retrato de la serie realizada sobre su propia sangre congelada
Cuando arrecian las críticas al relativismo —así sin adjetivos— es del todo saludable preguntarse qué se nos propone como alternativa. Viendo lo que algunos apuntan con sus diatribas, más parece que esa carga crítica haya de ser vista como contrapeso en alabanza de su opuesto, el absolutismo. En boca de los camuflados apologistas del absolutismo, el relativista viene a ser el indeciso, el relajado, el irresuelto; alguien dominado por una mente dubitativa, errabunda, imprevisible y siempre acomodaticia, gobernada ante todo por su debilidad y por la perentoria necesidad de verse aceptado, así como de adaptarse cualquier circunstancia impuesta. Desvelar su visión es tan simple como darle la vuelta a los adjetivos, pasándolos de vicios a virtudes, de las que se obtiene un catálogo inverso, un sólido sistema de valores en expresión de algunos, sobre el que montar una perfecta observancia del absolutismo. La inversión no da para medias tintas, se guía por el principio del extremo opuesto. Con ella se asegura una completa demolición del funesto relativismo personal, exhibiéndose después sus restos como una tenebrosa ruina filosófica. Evidentemente, no se trata sólo del lenguaje, toda esa rigidez lógica revela una clara inspiración moral, y en el fondo dogmática, de toda esa involución crítica. Suele venir acompañada, además, de teatrales reclamaciones de valores, que pretenden encubrir la solapada exigencia de un código de conducta único y de un régimen de obediencia inapelable. Unos dirán que esa exigencia dimana de una unidad, trabajosamente ganada, de criterio social, pero la experiencia nos dice que, sin adoptar ciertas distancias y relativizar mediante acuerdos la propuesta, todo viene a parar en creciente beneficio de un poder absoluto. Ahí ya no puede haber sitio para alguien flexible, cuando será tachado sin matices de relajado o de flojo; ni para el escrupuloso, que es personaje quisquilloso e indeciso; y mucho menos para el crítico, ese que quiere vivir por encima leyes y códigos, como un forajido intelectual. Es verdad que la propia identidad nos impide ser entes relativos, pero, si entendemos nuestras acciones como reflejos identitarios, deberemos también aceptar que cada uno de los espejos con que nos topamos produce efectos más o menos dispares, de los que siempre surgiremos como personajes, como un personaje con una imagen aproximada y necesariamente relativa.

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