martes, 30 de octubre de 2012

El castizo y sus desplantes


En la política capitalina vuelve el casticismo por sus fueros, o mejor por sus desafueros. Es proverbial en el castizo mostrarse poco fecundo en ideas y verse muy facundo en su aburrido ingenio. De este que hablo, cuando lo engancharon para tirar de la carroza, nadie reparó en que era mulo, y ahora bien enjaezado parece sentirse un gallardo jaco. A nadie engaña. Es de esos que busca en seguida con el hocico a cualquiera que le salga al paso. Es jumento tirando a marrullero, no digo indómito sino mal domado y consentido. Muy dado al relincho, todo lo explica con su cerril pentagrama. Con quien lo monta es manso, con quien lo guía a pie cocero. Mal lo tienen si quieren que tire con los demás del carro. Si no lo paran, acabará subiéndose a él. Una representación de los electos, de los que calladamente pagan esos portes, pretende hacerle ver que así va por mal camino, que no se puede ir echando al público a las cunetas, que esa malquerencia ya poco vista es más propia de aquellas acémilas porfiadas de antaño. Ni por esas: «La única aprobación y reprobación que me importa es la de los resultados del sistema». Muy ingenioso lo de mentar el sistema como alfa y omega del nuevo negocio político. Además de intangible, el tinglado al que alude, con sus bienes sistémicos y su consiguiente régimen político, se va haciendo cada día más opaco, más invisible. No sucede lo mismo con sus costosos gravámenes y con sus tristes resultados. En su desplante torero, nadie sabe de qué resultados habla y menos aún qué resultados espera o para qué. Por no saber, no sabemos ni siquiera si formamos parte de su sistema. Algo presentimos, porque algo espera de nosotros sin tenernos en cuenta. Pero sabemos que pagamos, así que debe responder ante contribuyentes y electores de lo que todos vemos. Hay materia ahí como para reprobarle y, mientras no nos lo presente formalmente, mejor será reprobar de paso con él a todo su sistema.

Reencarnación


Reencarnarse en Superman: Un aciago destino para un alma vagabunda.

lunes, 29 de octubre de 2012

Compromiso de palabra


Dije lo que dije y hago lo que dije, digo lo que hago porque anuncié lo que haría y hago lo que anuncié cuando dije que lo haría, o sea que anunciaría que hago lo que dije, y eso siempre lo haré, diga lo que diga. Creo que queda claro, ¿no?

domingo, 28 de octubre de 2012

Llega la nieve


Bosque de Erregerena (Quinto Real)
Si la nieve llega en octubre, llega siempre por sorpresa. Los árboles ni siquiera se han desprendido de las hojas y la gente que merodea por los bosques está a otras, a la nieve ni la espera. Para ellos todo es que si mira a ver si hay setas, que si sube a recoger castañas, que si tráete para casa los caballos, que si baja cuanto antes las ovejas... Este latigazo de frío dice otra cosa, dice que es momento de resguardarse, que hay que recoger allá arriba todo y dejar que el monte duerma. Era otro el monte durante el verano. Es como si esta tímida nevada nos hubiera velado ese grato recuerdo. De repente todo queda tan remoto que más parece que nos lo hubieran arrancado metiendo el guante blanco suavemente entre el arbolado.

sábado, 27 de octubre de 2012

Llega el consuelo


—Amigo, ¿porqué sigues hablando a las bestias consolándolas? Ellas no necesitan hablar ni entenderte cuando te consuelan.

Zaratustra y los poetas


Seguramente la diatriba que Nietzsche pone en boca de Zaratustra contra los poetas, aquella en la que afirma que le hastían porque «enturbian sus aguas para que parezcan más profundas», tenía destinatarios directos. No sería difícil reconocerlos entre los románticos, pero sería absurdo dejarla pasar sin traerla a la actualidad. De las aflicciones y los lamentos ofrecidos entonces por los poetas como alardes y exhibiciones estéticas poco hay por aprender, salvo que mudan periódicamente su ropaje. Poca poesía cabe en esa arrogancia y esa vanidad sentimentales hoy también tan al uso. Ambas visten mal cualquier poso de tristeza, y nada hay más triste que el infame disfraz de poeta cuando se intenta ocultar sentimientos miserables. Sólo un poco de dignidad puede vestir adecuadamente esa tristeza, pero no es fácil hacer acopio, de hecho apenas si nos llega. Con este panorama es inevitable que la mirada del poeta se dirija contra sí mismo, siguiendo la pauta marcada por el filósofo. Él confía que esos espíritus hastiados expíen su banalidad sentimental y den paso a una nueva casta de poetas. Más modestamente, y por mera higiene, sería bueno que cada cual purgue de vez en cuando su conciencia. Y sería aún mejor que lo consiga sin castigar, destemplar o cargar a otras conciencias, ya se sabe, llevado de sentimientos «profundos y auténticos», de esos que lo hacen sentirse ante el resto poeta.

viernes, 26 de octubre de 2012

Sombras enlucidas


Incendio forestal en Tabuyo del Monte (León) © AFP
Encuentro esta foto en un rincón de la red con el título de «Espectáculo terriblemente hermoso». Es hermoso, sin duda. Tanto que, ante su belleza, nuestra mirada revolotea y queda sobrecogida por ese fascinante juego de luces y sombras. Poco a poco las formas se decantan y, al ver esos árboles en llamas, nos empieza a atrapar la inquietud. Hay en la imagen algo más que belleza, hay algo que hace de esa belleza un espectáculo terrible. Cuanto más a fondo se mira más difícil es sustraerse a las lágrimas que esa belleza esconde. La foto persiste en nuestra retina como testimonio de una pérdida, y eso es lo terrible. Sabemos que hubo quien se despertó frente a las cenizas. Por eso nos preguntamos si podrá compensar su quebranto esta repentina y espléndida efusión de hermosura congelada. La respuesta es obvia: la fascinación se evapora por completo cuando la desolación se instala. No sólo está la foto, la cámara fotográfica también ha abierto frente el bosque un claroscuro: detrás del objetivo aparecen entusiasmados espectadores mientras delante siguen atónitos y afligidos sus moradores.

jueves, 25 de octubre de 2012

¿Cómo afirmar?


Si tus palabras obedecen a algo, traen causa que las justifica; si obedecen a alguien, tienen dueño que las patrocina. Ni estas son realmente tuyas ni aquellas son completamente libres, el amo y la disciplina las custodian. Son tus dudas las que te hacen un hombre libre y las palabras que tímidamente balbuceas las más tuyas.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Prescindibles


Peor que morirse es ver cómo te declaran muerto, y probablemente sea aún peor que como muerto declarado te obliguen a vivir. Si lo de morirse suena a dramático, hablemos de algo más común, hablemos de prescindir. Se vive con amargura el día en que nos ignoran y prescinden de nosotros, pero es aún peor cuando nos declaran prescindibles. El siguiente grado es reconocerse como prescindible y cargar con esa palmada que te anima a seguir, «porque el mundo, amigo, no sea acaba ni hoy ni aquí». Así dicen.

martes, 23 de octubre de 2012

Ciencia pura



Si hay ciencias puras, debe haberlas también impuras. Los puristas, como en todas partes, considerarán los métodos de estas últimas impropios, irreverentes con la tradición y apartados de la verdadera ciencia. Aunque resulta algo arriesgado, hablando de ciencia, eso de meter a la verdad de por medio dando a entender que las ciencias impuras, por no corresponder a la verdad, no son ciencia. Así que dejemos la verdad a un lado y hablemos mejor de abstracción. En tal caso serían las eventuales incursiones en lo concreto las que contaminarían la pureza original de la ciencia abstracta. Pero en realidad, si ponemos a repasar ciencias, pocas de las conocidas y aceptadas se librarían de esa contaminación, lo que tampoco las convierte exactamente en ciencias concretas, dado que no hay abstracción sin entronque en lo concreto. A primera vista parece como si no hubiera ciencia en la que no nos salgamos de la abstracción, pero sí existen disciplinas que no requieren nada concreto. Hablo de esas dedicadas a generar formalismos, presentes en la mente de todos, y de las que las demás ciencias se sirven para levantar sus abstracciones. ¿Es entonces esa preferencia por la forma frente a la materia el signo inequívoco de pureza científica? Parece que así se viene considerando. Además, ese estatuto formal parece generar escalafón o jerarquía en cuanto a pureza científica. Primero vendría lo puro y elevado, y de ahí se desciende progresivamente a lo impuro hasta acabar en el fango de la pura realidad. Según eso, habría que hacerse entonces la pregunta: ¿Qué rescataríamos del mundo superior como idea pura, como forma, sin contar con esa realidad que la alimenta y en la que nos pringamos a medida que avanzamos? Probablemente nada. Por lo menos eso es lo que pensaba Aristóteles. La pureza necesita de lo impuro para manifestarse. No es el origen, es una derivación, un producto de la cultura. Y ¿con qué fin se crea?, cabe preguntarse.

Mantengámonos en la pureza entendida como abstracción. Al cambiar de enfoque y desplazarlo de la naturaleza a esa otra realidad, la social, vemos algunos de los efectos que en esta última produce la abstracción y las pretensiones de pureza científica. Aquí la abstracción homogeneiza contingencias, propone generalidades y genera cierta dominación conceptual. ¿Es el carácter dominante de un concepto, entendido por su extensión, versatilidad o influencia, un símbolo de pureza? Quizás no, pero es evidente la sospecha de cierta conexión. Se puede decir que quien se acoge a la pureza conceptual suele dejar caer al emplear el término connotaciones que ayudan a formular un discurso de dominación. Algunas ya las he citado: cercanía a la verdad indiscutible y a la autoridad inapelable, posición preeminente en el escalafón conceptual, y alejamiento de las restricciones y exigencias típicas de lo inmediato. Apelar a la pureza del número —un caso que estaría cercano a la cúspide conceptual en el escalafón— tiene un doble efecto que valdría seguramente para otros conceptos. Por un lado, se nos impone socialmente la medida, desde una visión cuantitativa, como un ejercicio de autoridad neutra, que surge por comparación de todo cuanto está al alcance de nuestra percepción. Por otro lado, se desmonta el argumento cualitativo como fuente de autoridad social y se ofrece una versión útil de esa nueva pureza conceptual. La medida numérica relativiza, desvirtúa y en ocasiones erradica las autoridades avaladas por algún tipo de carisma. Ahora bien, pretender que esa utilidad nos pone a salvo de los excesos de autoridad que irradian de estos, como de todos los signos puros, sería pecar de ingenuidad. Como esa tiranía que vemos derivar de lo numérico hay muchas otras, y todas se amparan en el incontrovertible aprecio que los humanos manifestamos por la regularidad formal, por la sencillez simbólica y por la intuición inmediata. Son rasgos que apuntan a vías preferentes en el avance de la visión a la comprensión del mundo. Queda por analizar si no serán también intentos de interiorizar como una unidad todo ese mundo a través de esos instrumentos puros llamados símbolos. Cuando se habla de ciencia pura, en singular o en plural, lo hacemos como si en ella, en sus formas y símbolos, residiera algún tipo de incontestable autoridad. Lo peor es que aceptamos la autoridad que emana de esa pureza aun a costa de vernos sumidos en la conocida ceguera simbólica, una ceguera que alimenta el más dramático modo de perder el sentido de la realidad.

sábado, 20 de octubre de 2012

Minería educativa


Donde encuentres razón de ser puede haber una mina de seres. A unos la mina les surte de sabiduría y a otros les impulsa a la locura. De ella los seres salen a la luz ciegos, jamás reconocerán al minero, da igual que este sea loco o cuerdo. Así que gloria para todos.

Mirar al otoño


Ante un paisaje real poco hay que entender, basta impregnarse de emociones. O eso dicen, porque eso será siempre y cuando lo que vemos, lo que oímos y lo que olemos les remueva el sensorio y algo nos llegue. Si el paisaje no lo vemos directamente, sino a través de otros ojos, la cosa cambia. A las emociones del mensajero, mientras mira y pinta su cuadro, uniremos las propias, todo frente a un paisaje que por un momento llegamos a sentir como si nos fuera enviado por la naturaleza. Tan notorio es ese rapto que es natural preguntarse qué clase de simpatía nos lleva a emocionarnos con las emociones ajenas o cómo logran estas imponer su arte para llegar a ser sentidas como nuestras. Da la impresión de que cuando quedamos expuestos a emociones más sutiles, poderosas o agresivas que las nuestras, si vienen además bien patrocinadan, nos envuelven y llenan de estímulos, un ropaje anímico que pronto nos resulta extraño y abrumador.

El otoño es un tiempo problemático, pero muchos paisajistas prefieren dorarlo o ofrecerlo al mercado en colores pastel. La pincelada suave y untuosa abunda, acompañada normalmente por una paleta desbordante de mezclas. Más que mirar, esa gente evoca. Evoca primaveras pujantes, evoca veranos frondosos, evoca inviernos misteriosos y para los otoños reserva los colores más cálidos y amables. El paisaje como armonía consoladora. Nadie nos enseña a oler el aire espeso y dulzón de la ciénaga, ni a oír el crispado crujido de los troncos mecidos por el vendaval, ni a ver el despojo del follaje que es siempre violento y amargo. Nadie nos hace mirar al barrizal. Y quien lo hace, se imagina un mullido camastro desde el que mirar el cielo y ver contraluces entre las ramas. Ese recreo de la vista, al menos tal y como llega a los cuadros, suele responder más a un estado de ánimo que al estado de cosas. El otoño se vive como la vuelta a uno mismo, como el apogeo de la madurez, como el confortable reposo al arrullo del hogar. A las puertas del bosque, porque pocos se adentran, los ojos se quedan entretenidos en tonos y matices ahora que aquella fogosidad veraniega que tanto deslumbraba parece haber desaparecido.

Kurt Jackson, In the hide. Oprey nest
Alguien debería hacernos ver frontalmente la realidad en el paisaje y, si fuera posible, no inducirnos a consentir imágenes vanas con él. De lo contrario acabaremos mirando los paisajes como escenarios de tragedia o de comedia, según le vaya al autor, o como su autorretrato, intentando reconocer en el dibujo y en el color su peripecia vital. Para mí que eso no es realista ni innovador, cuando contamos con la literatura para esos viajes. Pero no parece que reflejar fielmente el desabrido paisaje otoñal sea la opción mayoritaria ni que se tenga por artística. Generalmente esa fidelidad acaba revirtendo en una fidelidad del paisajista a sí mismo. Así es como una y otra vez renace la imagen de un otoño meloso y contemplativo, donde quedan felizmente emparejados la postal acaramelada y el espíritu ambiguo. Ante semejante burla es legítimo pedir que el otoño se muestre con toda su aspereza. Ese compromiso es bastante patente en imágenes como la de arriba. Me quedo con ese trazo brusco que se adentra como un hacha en el caos desolador y del que despuntan como oscuros augurios las peladas ramas. Y también con ese coro de árboles alzándose severo frente a la confusión, mientras sus hojas resisten el azote de los temporales temblorosas y cada día que pasa más volátiles y frías. La obra es de Kurt Jackson y como esa, en que se concilia sin adornos la fragilidad y la crudeza otoñales, hay afortunadamente muchas más.


viernes, 19 de octubre de 2012

Estación término


Estación de Jaramillo en la
línea a Puerto Deseado (Patagonia)
Viendo la estación de Jaramillo y pensando en la triste suerte de quienes allí cerca perecieron en las olvidadas revueltas de 1921, se me ocurre si no sería un buen subtítulo para lo que sigue el de Cómo liquidar un debate. Como allí, aquí también de liquidar se trata, pero no quisiera confundir a nadie, mi propuesta no se dirige a la historia, sino a la confrontación entre discursos y a algunos ardides empleados para trucarlos.

La experiencia nos dice que esperar conclusiones de un debate puede ser en muchos casos ilusorio. Basta repasar el elenco de intervinientes para hacerse una primera idea de lo que nos espera y en su caso renunciar al espectáculo. Cuando las piezas que aparecen dan un juego de suma cero, hay que ir a la temática prevista para crearse alguna expectativa. Podríamos ciertamente entrar en algunos otros aspectos que también condicionan el debate, pero su incidencia comparada con la de los anteriores debería ser mucho menor.

En principio la idea de mostrar y contrastar argumentos no encaja del todo en el mundo del espectáculo. No digo que no tengan peso dramático actos tales como los juicios de carácter penal. Tampoco entiendo el debate como una contienda olímpica con laureles, aunque es cierto que en un momento dado la lógica puede ser suficientemente aplastante como para hacer inútil más argumentaciones. Incluso en ese caso, no hablaría yo de victoria sino de esclarecimiento de la conclusión. Porque, tras la exposición de las distintas posturas sobre los temas en litigio y de las consecuencias que de ellas se derivan, las intervenciones deberían ir paulatinamente al encuentro de una conclusión. Esa, y no una representación escénica o propagandística, sería la única posible justificación.

Si los espectadores se rigieran por la lógica, quizá ese formato concluyente fuera el único a considerar en los debates. Es frecuente, sin embargo, que algunos de los factores desestimados al principio, por extraños que parezcan al debate, acaben fijando los términos del mismo. Partimos de un hecho: son muchos los espectadores a los que les aburre el paso a paso por las cadenas deductivas y no lo siguen. Se recurre entonces a la retórica y a la compostura de una imagen personal para darle al argumento el colorido necesario, un colorido que algunos entienden como la mejor verificación. Aun disponiendo de estos medios de doble filo, existen polemistas que apuran más y optan por atajar a base de golpes de efecto. Con tanto tino que, si los demás no andan listos, liquidan el debate.

Algunos de ellos apadrinan el método como si fuera un legítimo ejercicio de síntesis. El fenómeno, que no método, es más fácil de observar en las discusiones en línea mantenidas en la red, donde las posturas se ofrecen secuencialmente por razones técnicas. La urgencia hace que la construcción de argumentos sea vista como un peaje insoportable. Además, como se depende absolutamente del texto, la retórica y la imagen que le sirve de respaldo parecen aquí excluidas. Con esas premisas o parecidas, hay quien, en vez de visitar una a una las sucesivas estaciones del camino hacia la conclusión, prefiere acudir a una estación-término metida en un desvío y fuera de ruta para exhibirse desde allí como si hubiera completado el camino. El uso de estos trucos lleva el debate a vía muerta y hace prácticamente imposible retornar y seguir el camino hasta su final.

Buscando el efecto, uno de los trucos más habituales es optar por el argumento tremendista. Basta con desfigurar la situación, proponiendo por ejemplo una analogía de traída por los pelos, para colegir a través de ella consecuencias y conclusiones sorprendentes, casi siempre descalificadoras y catastróficas. El golpe de efecto tiene un interés sobre todo emocional, por eso se escogen analogías de impacto inmediato. En esto los liquidadores del debate suelen ser poco originales. Apelar al terrorismo, sean cuales sean las circunstancias, es un modo común de presentarse en la estación término y esperar a que los demás diluciden si aceptan como única conclusión lo que no puede ser sino la descalificación de lo obvio.

Debido a su infame popularidad, una de estas prácticas tremendistas ha merecido la atención de algunos observadores de la red, aunque surge también en otros medios. Y, desde luego, no se libran de ella los parlamentarios. Hablo de la llamada regla de Godwin, de la que podrían detectarse numerosas versiones, algunas idiosincráticas que se sirven de un monstruo local. Mike Godwin acertó a identificar como monstruo global a Hitler, y tomándolo como referencia decía en un mensaje, allá por 1989: «Se puede deducir que una discusión en USENET caduca cuando uno de los participantes menciona a Hitler y los nazis». La observación, que sigue gozando de enorme soporte empírico, fue presentada en sociedad como una regla de «interacción social» y posteriormente como una ley «evolutiva» propia de los debates. Puede que ese renombre sea la única forma de dar a conocer y empezar a proscribir lo que ha sido siempre ejemplo en algunos de extravío mental y en casi todos de pésima retórica.

jueves, 18 de octubre de 2012

Arce rojo



Han sido sólo tres o cuatro días. El rojo vivo de los arces que veía desde mi ventanal parece haberse extinguido ya. Durante esos días parecía como si ese ardiente colorido los hiciera crepitar, como si fueran pasto de un pavoroso incendio. De su paso queda un lecho de hojarasca sanguina, una promesa que el viento remueve y dispersa a su antojo. Año tras año, el otoño se resume en ese sacrificio asombroso en que el color apresa el arce en un soberbio instante hasta sofocar todas sus hojas, y esa vida deslumbrante se convierte en una imagen fugaz.

Hablar y callar


Sea o no el debate a dos bandas, todo acaba enredado por la costumbre de hablar de quienes callan y de callar a quienes hablan.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Dos límites


Al experimentar nuestros límites, cobramos dimensión propia dentro de la realidad y de ese modo tomamos conciencia de nosotros mismos, de lo que nos distingue respecto a lo que nos rodea. De hecho, puede que haya sido esta conciencia de los límites el primer rasgo sensible de nuestra humanidad. No es esta una experiencia de contacto con lo que nos supera, es una experiencia interior y ofrece también una dimensión interior. A través de esa dimensión crecemos y ese impulso nos empuja a desbordar límites y a aventurarnos donde estos se pierden, en lo ilimitado, porque la impotencia y el dolor que esos límites acarrean no invitan a permanecer resignados. Sin embargo, mientras avanzamos, el territorio se adivina más incierto e indeterminado que ilimitado, habitado por seres de dimensión mayúscula, de comportamiento poco predecible y tan sólo imaginables como fruto de nuestra genuina limitación. Sería esa limitación, por lo tanto, la primera escala en que se midieron los fenómenos, la que dio alas, en forma de potestades diversas, a esos espíritus noéticos que parecían flotar en lo inaccesible. De ellos surgieron seres anclados en el tiempo, visibles a perpetuidad en esa nueva dimensión, unos seres vivos por y para siempre. Hacia ese mundo imperecedero, hacia la tierra de los vivos, se encamina Gilgamesh tras reconocer que «el más alto de entre los hombres no puede alcanzar el cielo y el más grande no puede abarcar la tierra». Que esta confesión aparezca en uno de los primeros testimonios escritos, que en la entonces recién nacida escritura se capte con rigor ese estado de conciencia, no hace sino confirmar la importancia que atribuíamos a aquella primera sensación humana de finitud. El cielo es indudablemente un límite claro, puesto que bajo la bóveda celeste está todo nuestro mundo, pero lo llamativo del pasaje es que también la tierra puede ser vista como una frontera ante lo incierto. Y es llamativo porque esa frontera la pisamos, es nuestro sostén, es la materia de la que estamos hechos. Encontrarle recorrido es un empeño reconocible y radicalmente vital, y es además el único modo de determinarla, de darle contorno y de definirla a fin de rebasarla y sentirla como nuestra. Recorrerla requiere, pues, reconocerla como un dominio de incertidumbre, como una red de lugares secretos cuya trama y profundidad se nos ofrecen como desafío. No debería uno medirse frente a ese excesivo poder que la tradición ha ido otorgando de los dioses. Que el cielo se mida a sí mismo. Donde aún podemos medirnos y fijar posiciones es en esta frontera inferior, inagotable fuente de certezas, todas ellas al alcance paulatino de nuestra capacidad. En esa cadena de conocimiento puede uno seguir fácilmente el rastro a los límites que quedaron atrás. No se trata de dominar lo ilimitado sino de explorar lo indeterminado. No parece posible otro modo de hacer frente a esa penosa conciencia de la finitud tan elocuentemente expresada por Gilgamesh en su poema.

lunes, 15 de octubre de 2012

Aprender mucho a decir poco


Escribo a un amigo por su cumpleaños. Nos llevamos unos días. Le comento el empacho que me van produciendo los años, esa sensación de desazón que me reconcome, igual por no verme ya en sazón. Luego paso a hacer el recuento clásico: que si son muchos, que si pocos, suficientes, regular,... en fin, todo ese hilo. Ahí es donde me planto, por no deslizarme cuesta abajo, y trato de levantar el ánimo con «Simplemente seguimos, que no es poco». Ese es el principio de lo que llega cuando te dejas ir. Empieza con un intento de asumir la situación, para no perder suelo: «Es verdad que no llevamos del todo bien los cambios y novedades, que les encontramos el punto patológico y nos da por asustarnos». A continuación, la confesión, donde llamo a aguantar estoica o metódicamente, no sé bien, pero con cierto desapego: «De vez en cuando me digo —y lo hago muy seriamente— que lo importante es aprender a asimilarlos, o sea a hacer carne con ellos». Podría haber dicho igualmente hacer picadillo con esos cambios, o incluso no quedar hecho picadillo, pero no quería ceder al desánimo y salirme por la tangente. Busco entonces hablar un poco más directamente y, en vez de hacerlo, hablo como si hubiera detectado un problema. Y ahí me agarro a lo de aprender y me pongo en plan docto, lo justo, pero con su sintaxis deliberativa y su léxico solvente. Atención: «Claro que lo difícil ahí es eso de aprender. Ya aprendimos, y ¿aprendemos? Igual, en lo de aprender hemos acabado cogiendo en hábitos lo que hemos perdido en destreza». Aún insisto un poco en esto antes de emprender vuelo hacia la metáfora final: «Con las ideas somos todavía curiosos, bastante más que flexibles». Y ahora la metáfora, porque nada hay mejor para bajar del mundo de las ideas sublimes que aterrizar en la naturaleza viva, aunque sea un aterrizaje más bien muelle y entre animales de peluche: «Sí, somos un poco como los gatos viejos, ya sabes, afables, observadores y otro montón de cosas aún peores». En ese cupo incógnito rimaban también registradores o historiadores, pero me vi excesivo en los adjetivos. Comento todo esto no para reprocharme alguna doblez, sino porque al cabo del rato te relees y te ves otro. En traje literato haces normalmente otro personaje de ti. Pero mi intención no era otra que dar un respiro y no atosigar con tópicos. Otra cosa es que uno sepa o no sepa expresarse con llaneza. Visto lo visto, debo aceptarlo: no sé. Donde mejor quedé es en el remate, un instrucción con aires orientalizantes que podría servir de pauta para cualquier edificación personal y que también será útil para acallar esta ya demasiado extensa meditación. A ver, antes del punto final, simplemente le dejé dicho: «Al final es cuestión de irse puliendo».

domingo, 14 de octubre de 2012

Mínima 3


Malo es hacer el ridículo, algo mejor no saber hacerlo y lo peor no poder elegir cómo hacerlo.

sábado, 13 de octubre de 2012

Mejor, pájaro


Probablemente los pájaros se entendían con sus cantos antes de que nosotros lo intentáramos con palabras. De ser así no estaría de más reconocer en esa comparación, además de la universalidad de la música y la importancia comunicativa del canto, la atrasada cacofonía de nuestros parlamentos. Para no envidiar a estas aves, y puesto que no llegamos entenderlas, hemos decidido parodiarlas. Empezó Chaucer en su Parliament of Birds y más tarde vinieron Disney y los de su cuerda. Pero francamente, estando por saber si hasta nos entienden, no creo que nuestra disonante cháchara nos haga superiores. Por eso resulta hiriente oír su canto, tantas veces sublime, rebajado al nivel de nuestro vulgar parloteo.

Frío allá arriba


Una vez afilada la norma, resistir en el poder es cuestión de hincar la pezuña.

Frutos del estío


Hago venir serena la paz
a las sombras de julio,
ligero vuela ese sueño
que visita el desaliento
entre ráfagas de fuego.

Hago que el rostro diga
entre sombras y arrugas,
con minúsculo gesto,
hacia dónde llevan
las penas su mirada profunda.

Hago de las tenues ramas
sombras propicias,
donde se abre espacio
a un futuro fácil,
que ya sólo despertar espera.

Hago ancho
lo que siempre fue estrecho,
ese oscuro brillo
donde siempre me pierdo.
Hago de palabra
lo que a otros confunde,
vigilar ese sueño de cerca

y escapar al ardiente silencio.

viernes, 12 de octubre de 2012

Él te quiere normal


J.I. Wert en pose de 'capo' sobre un trasfondo cultural
Cada uno siente según sus impulsos y no es sencillo forzarlo a sentir. Que otra voluntad intente imponerse a su modo de sentir y pretenda dirigirlo, sólo puede crear un vivo sentimiento de oposición y rechazo. Cuando alguien te dice «quiero que sientas», no te sientes precisamente invitado sino obligado a sintonizar con su forma de sentir. Tanto da que quiera verte sentir placer como dolor, te imagina a su arbitrio como un juguete sentimental. El abuso adquiere proporciones escandalosas si te prescribe «quiero que te sientas». Porque no es de una sensación concreta de lo que ahora se trata sino de tí mismo, de los sentimientos que forman tu carácter, y de que alguien se arrogue la potestad de orientarlos, seguramente a su imagen y semejanza. Con esa orden de colocar tu sensibilidad en su línea y sintonía, el ordenante está exigiendo la renuncia a cualquier patrón de respuesta emocional distinto. Sugerir razones y beneficios sociales tras emitir semejante orden es incurrir en falsas pedagogías. Lo que se pretende imponer como doctrina general es la estricta afinación del sentimiento personal a una normalidad previamente escogida y patrocinada por quien ordena. Poner a la cabeza de un ministerio de educación a quien sin ruborizarse dicta como inapelable voluntad del Estado «quiero que el ciudadano se sienta», pongamos, uno de sus voluntariosos miembros, es tanto como descabezar el departamento y desvirtuar su función. Es un mecanismo peligroso, propio de gobernantes autoritarios, traducir lo que podría ser su inocente deseo en órdenes terminantes, sobre todo cuando éstas se dirigen directamente a retorcer y reinventar sentimientos. La persuasión se cultiva invitando al beneficio de la obra en común y no llamando educación a los planes propagandísticos. Puede que el Estado sea como aspiración algo demasiado difícil e inestable, pero nunca funcionará como un recinto en el que apacentar al obediente rebaño.

jueves, 11 de octubre de 2012

Érase


«Esta es la historia de un hombre que cada día contaba una historia», así comienza la monótona historia de quien nunca llegó a historiador sino a aburrido cronista de sus cosas. En cuanto advertía algo distinto en su cavilar diario, lo reinventaba como si fuera una novedad patética e iba aderezando esas rutinas con unos toques de épica doméstica. Como personaje, él mismo era sobre todo previsible, propenso a la quietud por no decir que a la rumia, poco amigo de los sobresaltos y metido por su gusto en espirales meditativas de las que sacaba la cabeza algo aturdido y sin embargo convencido de su profundo talante pensador. Los días nunca lograron darle colorido al gris ceniciento con el que su árida y triste pluma iba ofreciendo su testimonio. A él le daba por imaginar que ese continuo grisáceo era la huella visible de que su mente permanecía viva. Rara vez hubo personajes que le dieran réplica y las intrigas más bien escasas parecían artimañas de aficionado cuentista. Por lo común abría su historieta con un monólogo destinado a hacer sus propias delicias, en el que se veía soberano, como si las olas esculpieran el discurso removidas por su fino soplo literario. Suspendidas siempre las historias ante ese soberbio espectáculo, sucedía con ellas lo mismo que con lo que aquí se escribe, que en nada sustancioso concluían. De mala gana se releía, normalmente para intentar dictarse un punto final. Sin demasiado éxito, al menos hasta el día en que comprendió que todo se acababa al contemplar cómo «ese hombre que cada día se lanzaba a hacer historia embarcado en una simple y frágil idea, nunca conseguía hacerse a la odiosa idea de que ese recuento diario repetía una y otra vez la misma historia, una historia más bien trivial, su propia historia».

martes, 9 de octubre de 2012

Medirse en años


Los años llegan de uno en uno, tan lentamente que no es fácil saber qué clase de magnitud miden. Entre las más corrientes se manejan las siguientes:

De tiempo: Es la idea más común, solo que al tomar el año, en vez del nanosegundo por ejemplo, acabamos viendo el tiempo de otra manera. Ya sé que elegimos esa medida, dejando a un lado otras, para estimar mejor la duración de nuestra existencia. Pero, si ya abruma un poco cuantificar nuestra existencia, qué decir cuando el orden de magnitud, que retenía al principio días y meses, ve cómo pasan incontables los años. Para colmo, a la cita anual acude un día como el de hoy en que este incómodo hecho se certifica.

De resistencia: Es demasiado fácil concederse los años como mérito en calidad de resistente a envites e inclemencias o como un rango adquirido a base de penas. Estar en lo alto de la escala es prueba indudable de fortaleza, que no es lo mismo que tesón o resistencia. La fortaleza no es fruto de la voluntad, además sigue extraños ciclos a lo largo la vida. Echar mano de los años para ir de duro es ir realmente de memo. Con esos años algunos hasta montan un robusto parapeto de rutinas donde esconder su miedo.

De peso: Todo el mundo tiene la sensación de arrastrar su pasado. Pero ese pasado viaja cómodamente en la memoria. Lo que acumula y arrastra en realidad es desazón por no haber dirigido sus actos a mejor fin. Eso es lo que pesa y, cuando el pasado crece a nuestras espaldas, eso es lo que arrastramos. Más años es más pasado y más pasado parece ser más errores. Pero ver los errores como un peso muerto, como obstáculos plantados ante el «camino correcto», es no entender lo que aprendimos de ellos.

De experiencia: A falta de mejor adorno, se toman los años como un espléndido collar que hace visible el valor de la experiencia. Las cuentas anuales añadidas a esa joya no quieren ser cargas que nos doblen la cerviz sino signos de perpetua riqueza. Una riqueza interior, equiparable al imparable ascenso del número de años. Un lustre exterior que no hace a su portador ni más reconocido ni más consultado. De vez en cuando, como las joyas de la abuela, todo se funde en molde nuevo y ya nadie repara en años ni en conocimiento.

domingo, 7 de octubre de 2012

Objeción al sondeo



De las cuatro opciones posibles frente a una encuesta, la única que tiene reflejo fiel en los resultados finales es la de los que «no saben no contestan», que por su escaso relieve queda siempre relegada como un segmento testimonial. Colocar al resto, como habitualmente se hace, en un único grupo formado por «los que contestan» e iniciar a partir de ahí el desglose no es nada acertado. En rigor habría que hacer alguna distinción previa sobre algo que la encuesta normalmente es incapaz de ofrecernos. Si se encuestara a los encuestados sobre su familiaridad con el tema de la encuesta, tendríamos algunas sorpresas. El origen de muchos de los errores que más tarde se venden como verdades está en confundir entre el que «sabe y contesta» y el que «no sabe y contesta». Hablo con cierta aprensión de esa dicotomía sobre el saber, pues bien entiendo que lo común es manejarse en alguna zona intermedia. No obstante, tomo la negación al modo de las encuestas, o sea como se exhibe en el «no sabe no contesta», como una ignorancia declarada y resuelta, y en la afirmación empleo, siempre que exista alguna presunción de saber, el criterio de aceptar sabiduría absoluta. Lo peor es que en este modo de proceder, que es el más común, casi nunca queda declarada, y por ello resulta injustamente ocultada, la opinión de los objetores a las encuestas, que orbitan como mudos alrededor de un sistema de tanteo de opiniones con el que por dirigido y sesgado no colaboran. Como quiera que la cifra, sospecho, va en aumento, llegará el día en que los planificadores de sondeos se verán obligados si no a integrarlos, sí al menos a tenerlos en cuenta. Para ese momento propongo encuadrarlos, indagando en su sapiencia y disposición, en la última opción lógica, la de los que «saben y no contestan».

sábado, 6 de octubre de 2012

Sintonizando


Cada cual se va acomodando a su propia monotonía hasta que finalmente la sintonía es perfecta. A partir de entonces se siente atrapado, arrastrado y víctima de un compás obsesivo. Harto y aburrido, como monótono paciente de sí mismo decididamente se odia.

viernes, 5 de octubre de 2012

Clarear del día


J. F. Kensett, Lake George (1867)
Metropolitan Museum of Art, New York
Si algo tienes por claro, creerás tenerlo por propio, como si fuera algo tuyo, como una conquista lograda. Es el efecto de la claridad cercana, ese espejismo gracias al cual nos sentimos rodeados de «nuestro» mundo. De esa reconfortante ilusión se sale pronto, en cuanto otro entra en escena y dice ver tan claro como nosotros. Se aprende entonces que para ver claro mejor que acercarse es alejarse y compartir mundo. Es cierto que en esa claridad lejana pierde uno su dominio, pero a cambio, visto en esa luz de fondo, todo adquiere su contorno y se presenta como algo definido. Un gran logro sin duda, porque con una simple referencia a lo que allá ves dejarás claro tu deseo, pese a que nada de lo visto llegará ser tuyo. Ahora bien, si tienes ese deseo por tan claro y propio, sigue el anterior consejo, abre una nueva etapa y vuelve a interponer distancias para verlo en otra claridad más lejana. Buscando en la distancia la claridad definitiva, a ese deseo le irán siguiendo otros, y en la lejanía todos se levantarán como sombras de una realidad cada vez más inasequible y evasiva. Y es ahí, encerrado en ese horizonte de deseo, donde crecerá tu nuevo mundo, un infierno del que seguramente no hubieras querido sentirte dueño.

jueves, 4 de octubre de 2012

Un superviviente


Tratándose de una persona, cualquier intento de retratarla contendrá evidencias de cómo afronta la vida, de su modo de ser. Como éstas suelen apuntar en direcciones poco concurrentes, es frecuente que ofrezcan al espectador una visión dispersa y que lo entretengan en la anécdota. No parece que la montura dorada de las gafas que luce el retratado deba quedar a la misma altura que una mueca de desdén o que una mirada fiera. No es lo mismo desvelar su personalidad que quedarse, como con las gafas, en la mera curiosidad. A partir de ahí, si en la imagen uno consigue entrever un carácter, adivinar un estado de ánimo o, llevado por su perspicacia, componer un estilo de vida, bien podrá decir que ha hecho prosperar aquellas primeras evidencias. Y yendo más allá de la imagen ofrecida, podrá alardear de haberle encontrado sitio al personaje y hasta de haberse movido con él por el tiempo y el espacio. Ese es el valor de un retrato: lo que realmente pone en evidencia.

El experimento alcanza aún mejores cotas si el retrato congrega detalles y marca con ellos una dirección concreta al espectador. De eso justamente se trata cuando hablamos de poner en evidencia, de que un rasgo del retratado nos abra paso a su interior, a lo que no es tan evidente. Para ello habrá que contar también con la imaginación del espectador y confiar en que sea lo bastante fértil como para no arruinar la visión y dejar todo en un catálogo de aspectos, temas o cuestiones interesantes. Quien no penetra en un retrato, apenas ve. Y quien penetra, corre el riesgo lógico de equivocarse. Para evitar deslices es normal buscarse asistencia, acudir a fuentes autorizadas. Tomadas como impulso para traspasar aquel primer umbral, las asistencias y su literatura pueden valer; tomadas como salvaguarda y rigurosa guía, distorsionan nuestra visión y a veces directamente nos la hurtan sin saberlo.

El punto de vista de Klaus A. Schröder, director del Museo Albertina de Viena, sobre Egon Schiele, pintor ampliamente representado en las paredes de su galería, siempre será valioso. Pero su dictamen no queda libre de sombras, por proceder de alguien que está demasiado embebido en el mundo del autor. Cuando uno ha llegado a una familiaridad tal que ha hecho de él un personaje, la obra y los motivos escogidos quieren verse como consecuencias o corolarios. Y si hablamos de los retratos humanos, todos parecen acabar reflejando en mayor medida al autor que al retratado. Es verdad que casi nadie llega a un cuadro con una mirada libre o limpia, y que acaba reconduciendo sus sensaciones hacia su mejor conocimiento. También es verdad que ese efecto aumenta proporcionalmente en la gente que más sabe, hasta el punto de llegar a descartar interpretaciones muy sentidas por poco razonables. La tentación es reducir ese abanico y poner la obra del autor a la sombra de una lapidaria y única frase. En una entrevista, Schröder resumía el trabajo del Schiele retratista como una vía de liquidación del viejo humanismo pictórico y venía a describirla diciendo que Schiele refleja en sus cuadros a un hombre que «está roto y al final del día está solo».

Heinrich Wagner, Leutnant i. d. Reserve (1917)
Heeresgeschichtliches Museum, Wien.
No es ahora cuestión de discutir si en realidad está el hombre solo porque está roto o está roto porque está solo. Antes que empezar a estimar ese balance metafísico, que Schröder ofrece sintéticamente como punto de llegada, prefiero encontrar otro punto, el punto dramático que se trasluce en las evidencias retratadas por Schiele. Propondré un ejemplo, no como contrapunto a su posición, sino probablemente para corroborarla. Es un dibujo que siempre me ha impresionado y cuyo código emocional, por decirlo de algún modo, va mucho más allá de la soledad del hombre contemporáneo. Me refiero al retrato del Teniente Wagner. Hay alguna diferencia entre mostrar la soledad y retratar la supervivencia. En común tienen ese aire de desolación y la huella cierta y bien visible de quienes han sufrido un daño profundo. El superviviente es evidentemente un solitario, un solitario que ha visto cómo le era arrebatado su mundo, en tanto que de muchos de los restantes solitarios habría que decir que se han perdido paulatinamente en él hasta sentirse solos. Nuestro teniente se nos presenta con una mirada fija y acerada que domina su rostro prematuramente envejecido. Su boca tan encendida y a la vez tan hermética encierra algún secreto inconfesable, pero su mente parece haber quedado estancada en su historia de héroe. Héroe de un mundo agotado, cuya cabeza, huidiza como su pasado y asomada sobre las estrellas de la guerrera, ha encontrado entre los hombros un último refugio. Cuelgan de su pecho medallas como marcas de pesadumbre y cubren sus atormentadas manos todo un espacio mudo e imposible. En él todo es un amargo y tenso reposo, sostenido por un halo de dignidad y gloria, y sumido en una soledad cada vez que se mira parece más remota.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Por no callar


Cuando uno no sabe de qué hablar, pasa alegremente a hablar de lo que no sabe.

martes, 2 de octubre de 2012

El inquisidor


El inquisidor Antonio del Corro en mármol
Más allá suele significar más allá de la muerte, un más allá que resulta familiar, pero que nunca va más allá del lenguaje, que nunca entra donde las palabras, los gestos, las imágenes se pierden. Nuestro lenguaje no tiene demasiada dificultad para traspasar esa ominosa línea de muerte y levantar mundos más allá, mundos animados por sus espíritus residentes y por los dioses que allí les esperan. De modo que bien puede decirse que más allá de aquel Aqueronte de los clásicos existe un mundo rebosante de palabras, casi un clamor, que esconde una forma de vida singular de la que en nuestras noches más oscuras creemos percibir lejanos ecos. Luego está ese otro más allá, el del lenguaje, el que nos deja mudos y sin expresión alguna. Sin duda este intimida un poco más, no en vano podemos incluso en vida acabar más allá de esa nueva línea, desprovistos de toda expresión y ajenos al mundo. Aparte de silencio, nadie sabe lo que hay en los mundos más allá del lenguaje. Uno sólo llega a imaginar cosas, pero sin demasiadas pretensiones. Puestos a imaginar, pasada esa frontera y ya sin referencias ni expresión, podríamos suponer quizá próximo y esperándonos lo desconocido. Detrás de lo que desconocemos, pero aspiramos a conocer, quedaría lo que por miedo o por respeto hemos declarado inefable, removido por irreferentes como el amor o la locura, cuya sola mención contamina todos los significados hasta sumirnos en la confusión. Vendría por último un mundo indescifrable con todo lo que para nosotros carece de expresión.

Lamentablemente, frente a ese espeso muro de silencio no tenemos mucho más que las preguntas, en las que podemos ver reclamos que enviamos como lanzaderas o sondas más allá del lenguaje. Una licencia más, porque ni siquiera deberíamos llamar preguntas a lo que no es probable que tenga respuesta. Y en esa duda, ¿cómo llamar a las solicitudes dirigidas más allá del lenguaje y que por insistentemente fallidas acabamos considerando fundamentales? Si hablo de cuestiones, pronto llegamos a las hipótesis científicas, a las que por muy aceptadas que resulten no podemos tomar necesariamente por fundamentales. Al fin y al cabo, aun sin expresión formal, pertenecen al ámbito de lo más inmediato. En este ámbito las preguntas actúan como percutores en la frontera del lenguaje y desencadenan reacciones expresables, discursos de entendimiento con nuevos conocimientos, en definitiva ciencia, utilidades vitales. Sin embargo, de progresar hacia el interior, a través de ese tramo que se aleja de lo desconocido hacia otras profundidades vagamente sensibles, es difícil adivinar el efecto de lo que aún nos parecen preguntas. Realmente no hay lógica cuando la pregunta no se deja formular sino que se alza como un grito, como no la hay en un gemido ni en un mueca, así que no es previsible un mundo que la comprenda y la responda. No obstante, estas demandas de indefinida lógica pueden levantar ondas de simpatía y convocar sensibilidades. Sería el caso de esa gente que siente algo parecido al aleteo de otros que al unísono con él respiran. Ahora bien, esas mismas demandas pueden levantar en otros ondas de antipatía, rechazo o aversión, así que no deberíamos intentar afinar en el significado de esas mareas emocionales e inefables que se extienden entre las multitudes. Cuesta declarar al amor como una reacción carente de discurso y con escasa respuesta a una interrogación terminante. Al igual que el dolor, la violencia, la compasión y otras instancias, el amor es un ejercicio vital que tiende a ser poco transparente, ya que nadie puede jactarse de conocer realmente los entresijos de ese idioma. Los mismos que tras mucho preguntar fueron reacios a las razones, ven ahora que esas instancias inefables —sólo perceptibles a través de lamentos, enojos, desplantes, miradas y un largo etcétera— concluyen en poco y que apenas les conceden alivio, por lo que deciden continuar hacia lo indescifrable con su interrogatorio. Rebasadas las últimas señas de sensibilidad, lo que querían ser preguntas son ahora exigencias frías y metálicas destinadas a palpar si hay sitio en ese silencio para los cimientos del lenguaje. Nada parece expresarse en esas exigencias, sólo se mantienen vivas y penetrantes a la manera de los cristales, mientras se multiplican. Y así, detrás de las primeras surgen otras nuevas, y después otras y otras, hasta adentrarnos en una realidad estrictamente inmunda, alérgica pues a la expresión mundana. Acumula tantos interrogantes ese territorio asolado por el silencio y propicio al miedo, que quisiera el recurrente inquisidor verlos todos estrellados frente a sí, sobre su horizonte, como si pudiera darle el cielo alguna respuesta. Temerosos de caer en la oscuridad, son muchos los que al igual que él se congregan para seguir intentando abrir el cielo con su ciega inquisición. A estas alturas ya sólo quedan buscando ese más allá junto a él individuos de expresión perdida, escépticos a la ciencia, refractarios a las pasiones, gentes que intentan, más allá de cualquier lengua y avenimiento, ganarse un mundo que les entienda, que les incluya y que les proteja de sí mismos.