martes, 31 de julio de 2012

Gladiadores, a la palestra



No teniendo el cartel nada de equívoco, tampoco creo que por mostrarlo a pelo se me pueda culpar de malintencionado. El lema era bien conocido, sólo falta el ein führer, por eso el mensaje es también diáfano: la bebida de los gladiadores y de los campeones es también alemana. En todo caso, y si se me tacha de revirado, lo sería menos sin duda que quienes vendían la estimulante pócima valiéndose directamente de reclamos políticos. El abuelito Santa Claus vestido de rojo y empuñando sonriente el botellín se queda, junto a otras imaginativas campañas, en anécdota pícara y simpática en los anales de la estrategia comercial de la todopoderosa compañía, sobre todo si lo comparamos con este respaldo explícito y venenoso a los lemas del régimen nazi. Debía ser difícil en el 36 venderles gaseosas a los alemanes. Para espuma ya tenían sobrada cerveza y seguramente en competencia había numerosas bebidas locales. Para penetrar en esa coraza y abrir mercados a América no bastaba con el fox-trot. Así que, ¿porqué no ir en este olímpico juego al copo, poniéndose a la vanguardia del nacionalismo feroz?

Casi un siglo después, reducir esos guiños al nivel de una inocente fórmula más en el juego comercial es como revalidar aquella pantomima marcial del 36 como juegos olímpicos. Lejos de quedar como un anticuado signo de aquellos dramáticos tiempos, el cartel muestra dos de los pilares básicos, junto a la ingenua ilusión de poderío físico, gracias a los cuales se asentó y se desarrolló el proyecto del barón. Me refiero al nacionalismo, más o menos militante, y al patronazgo comercial, más o menos irritante. Desde entonces, el público concurre con fervor a un espectáculo que, si bien es plásticamente fascinante, cultiva con descaro la estética tribal del vencedor. A estas alturas, sin las banderas y sin el respaldo de las marcas, las pugnas con el arco o del ping-pong, por poner dos casos, serían tan domésticas como las del parchís. Gloriosas y épicas, si se quiere; con facundos vencedores y agriados perdedores, gentes de barrio al fin, de chandal anónimo, pero poco cosmopolitas.

La dramatización de esas lides ha restringido las suertes finales a dos: ganadores, con medalla, y perdedores, el resto. La metafórica representación del juego a vida o muerte, con los gladiadores en la arena y las banderas al viento, vende más que las ñoñas premisas del olimpismo. Por la victoria, que es también la de las marcas país y la de las marcas registradas, se pueden adulterar fisiologías, sabotear crecimientos y trucar herramientas. Las apuestas corren ligeras en manos de los consejos de administración y nacionales, repartiendo becas impensables en otras áreas de los presupuestos. Encuadrados como tropa al servicio del estado-empresa e imbuidos de ardor guerrero van preparando su combate final. Si ganan, se les pasea con la bandera como palio, obligados a repetir el gesto de Santa Claus; si son vencidos comparecen, en el colmo de la burla, uniendo al sinsabor de la derrota la petición pública de perdón por haber arrastrado por el suelo una bandera.


lunes, 30 de julio de 2012

Masoquería


Lo peor de algunas prosas —allá voy yo— es que han madurado tanto en el árbol que despiden un tufo dulzón, que las hace a la vez narcóticas y empalagosas.

Pecado analítico


Cuando te empeñas en afinar el punto nunca lo agotas, normalmente te extravías en él.

domingo, 29 de julio de 2012

Entremés del día


En ese teatrillo de encuentros desiguales que tanto abunda, donde una parte representa la oferta y la otra la demanda, como no te pueden pedir que seas sincero, te piden que seas claro, creyendo que así sabrán juzgarte debidamente. El final es aleatorio casi siempre, pero a veces resulta peor y es cruelmente arbitrario.

sábado, 28 de julio de 2012

La paz vegetal


Aquella noche a orillas del Pacífico, mecido por el vaivén de las olas, quedó sumida como un oscuro misterio dentro de mí. Creí entonces que el sueño era tanto como el olvido, que para disipar amenazas bastaba con soñar otros mundos. Ahora que he vuelto a mi mundo de siempre, comprendo mejor la torpeza de confundir sueño y olvido. Puede que el olvido no sea más que un remanso, cuyas aguas solo pueden remover las ondas infatigables del sueño. Confundir ambos es como condenarse a vegetar en una de esas atonías silenciosas. Mientras consguimos soñar, soñamos para rescatar de ese olvido todo lo que alguna vez deseamos y a aquellos a los que tanto quisimos.

jueves, 26 de julio de 2012

Ganar en cuajo


La actualidad ha dado un giro sorprendente a lo que entendíamos por proyecto, ha cambiado hasta el proyecto en sí, casi nada, un giro que lo ha llevado de lo kantiano a lo contundente. Ahora mismo no hay proyecto realmente que no incorpore su proyectil y desde luego ninguno supera al proyecto en que se cuaja, se modela y se escupe como una bala la mala baba. Proyecto y acierto, ése sería un buen lema para afrontar los nuevos tiempos.

miércoles, 25 de julio de 2012

Consejos para el sabio fogoso


En el lupanar de los doctos todo parecía afectado de discreta y sabia intención. En el dintel que daba entrada a su luminosa biblioteca las viejas lobas habían dejado escrito: «Si los cursos que arrastran la semilla son sinuosos, las tierras que esas aguas separan nunca serán del todo estériles». Un poco más allá, a las puertas del diminuto gimnasio donde se practicaban las reglas sintéticas, un sencillo rótulo de parecido tono aconsejaba al sabio: «Nunca te mantengas en posturas insoportables y pretendas seguir en liza; no olvides que no hay diálogo posible si no consienten al menos dos». A la salida del lance, tras despedir a sus segundos, un estanque frío y profundo, de obligado paso, ponía a prueba el acabado temple del fogoso experimentador. Tan frecuentes eran los desfallecimientos, ahogos y renuncias que, por sabios que se tuvieran, pocos recibían de aquellas aguas empíricas decisiva confirmación. De los que fracasaban la mayoría prefería subterfugios o escapes laterales a una salida deshonrosa y cubierto de oprobio por las cloacas. Pero todas esas vías evasivas daban a un mismo y oscuro callejón, donde un neón luminoso les advertía en la despedida: «Lo que creías un plácido balneario ha sido para tí escenario de una triste confusión cuando animado por tu necio impulso perdiste cualquier rigor».

martes, 24 de julio de 2012

Paisajes fatales


Hay un experimento viejo que consiste en mandar a un veterano pintor a una altura no demasiado desmedida, desde donde la ciudad se domina, a intentar rescatar de su trazado urbano el paisaje que se esconde bajo él. La imaginación, que es libre, siempre se duele un poco de lo que pudo ser y no fue, de lo que el abandono ha ido arrinconando, de lo que la codicia ha ido cosechando y de lo que ha decaído dejando su huella parda en él. Sigue viendo cómo las líneas maestras vigilan, donde aún pueden, el apetito voraz de las calles, que ganan encrucijadas, posiciones y alturas en los mismos lugares en que las bestias tenían su cazadero. Con el tiempo, el espacio ha pasado de ser disputado a problemático: irrumpe lo silvestre irremediablemente, los vientos azotan el vacío cada vez más coléricos, las aguas van por sus fueros tozudas... Sólo la tierra parece ser capaz de aguantar serena el tormento de esos sueños urbanos y mediar pacientemente entre furias y caprichos. Con el mensaje reflejado en un pequeño óleo, próximo ya el ocaso, el ciudadano desciende una noche más a la vorágine.

Hay otro experimento, no tan viejo como el anterior, en el que se envía a un soñador a la cota más alta con el que encargo de contemplar asimismo el panorama. A continuación debe el muchacho preguntarse, por ingenuo que parezca, hasta qué punto hay algo de su carácter reconocible en ese tremendo laberinto que se extiende bajo sus pies. Incansable su mirada busca entre calles y plazas, entre campos y avenidas, entre rotondas y esquinas, entre barrios y distritos, trazas de su genio y también de su confusión y flaqueza. Pasa de largo por el abigarrado caserío, nadie querría verse reflejado en esas planicies, aprovechadas por el tiralíneas para el despiece y la geometría. Él naturalmente se imagina campando por las cuestas que aún se empinan, por los montículos que descuellan, por los paseos y las vaguadas arbolados o por las orillas de los serpenteantes ríos. Aún así, el carácter infundido por el paisaje pretérito a su territorio ciudadano se le antoja algo demasiado vago e indefinible. Por eso decide fijarlo casi simbólicamente en el papel con un trazo soberbio y firme. Concentra su atención en el casco antiguo, allá donde ha quedado inscrito un primer gesto de ciega determinación, el arma de supervivencia decisiva del hombre ante lo inhabitable. En el apresurado apunte, del que abajo hará entrega, la ciudad parece replegada frente a un paisaje entre amenazador y enigmático, y recreada como refugio de su propia voluntad.

Un último experimento vendrá a combinar la vana ilusión que los dos anteriores han creado. Ahora la tierra, siempre tan sufrida y tierna, tan maternal, simplemente se subleva y reclama que le devuelvan los espacios. Caen las sólidas columnas y armaduras bajo las cuales los ilusos ciudadanos creían disfrutar de lo que pasajeramente custodiaban. El suelo, que llegó a ser un órgano humano, se regenera violentamente sacudiéndose hasta la sombra de sus escamas y emitiendo crujidos lastimeros. El polvo se adueña del aire, cierra las perspectivas que aún seguían vivas y avanza imparable hasta entregarse a esa espesura verdiparda que ahora todo lo rodea. Todo es satisfacción y clemencia en el retorno a su ser de las tierras pródigas. Sueños que ahí surgieron amarrados al terreno han desaparecido en la oscuridad. Envían los ciudadanos a un niño con un candil y una mochila en busca del cielo. El astuto viento le guiará a las alturas. Para llegar hasta allí cruza las oscuras nubes. Cuando la luz se hace en lo más alto, gira y trata de ver el rastro de su mundo que, sumergido bajo el polvo, yace invisible a sus pies. Allí espera durante días a que se vaya poco a poco dibujando lo que queda de la ciudad, su cicatriz. El paisaje emerge y sobrevive, pero no será el vencedor de esta historia, es siempre el testigo amargo de las derrotas. El niño descubre asustado el triste escenario, es todo su futuro. Coge entonces su mochila y saca de ella un cuadro. Lo que abajo se le ofrece es, más descarnado y áspero, el mismo paisaje que su abuelo pintó, el paisaje que tantas veces le acunó y le susurró cuentos. Suspira con alivio y se lanza entonces a por el mapa que le metió su hermano en la mochila. En aquel extraño esquema, que tantas veces ha visto, reconoce la trama de su pasado, los lugares que alegremente recorría cada día. Esos mismos lugares guían su mirada en ese paisaje de escombros, hasta que vuelve al dibujo y de repente adivina, por primera vez, cuál es el rincón en que por fin se sentirá seguro.


lunes, 23 de julio de 2012

De vuelta


De allí volvió como si la cabeza le hubiera quedado encallada en algún aprieto, quién sabe si perdida en una nube o aturdida de tanto arrastrarla por aquellos mundos. Nos contemplaba desde una distancia vaga y lejana, para el resto infranqueable, con una mirada entregada únicamente a sí mismo. En su mesa anotaba silenciosamente, completaba viñetas y apuntes, rescataba de los estantes libros descuidados y hurgaba con interés entre sus páginas somnolientas. Rumiaba a las noches imágenes que en la cabeza se trajo, componía pulidas frases en las estampas, luego las recortaba y las pegaba a sus cartones como si fueran postales de obligado recuerdo y al amanecer las enviaba a su nombre y urgentes por correo. No era fácil traerlo a la luz de los días y al mundo que siempre lo rodeó. Salvo aquellas lágrimas que se quedaron en consigna para viajar más ligero, no se adivinaban huellas de tristeza ni nada nuevo aparentaba. Sólo el eco de frondas internas, de penosos devaneos, de recuerdos enquistados. Con él otros fueron y volvieron. Tampoco era cuestión de pedirle explicación como quien pide cuentas. Más bien habría que buscar en qué punto su mente varó, para así removerla un poco y alejarla de las olas que la azotaban. Puso entonces ella una mano sobre su hombro y le miró fijamente, intentando lanzarle un cabo, tan lejos y con tanta fuerza como fuera posible. Su rostro empezó a revelarse a sus ojos distinto, con una expresión fatigada, pero iluminado por un rayo de dulzura. De pronto un velo le ensombreció el gesto y susurró: «Dame un tiempo para saber si sigo siendo el mismo».

sábado, 21 de julio de 2012

Memoria de la despedida


Viajas y sales al encuentro de un sueño. Crees que las felicidades más cotizadas vuelan siempre suspendidas como globos huérfanos. Tu vuelo ha sido también ambicioso, aunque te haya devuelto por unos días al frío invierno. Hay recuerdos que hielan, es la verdad la que los vuelve transparentes y cercanos. Es momento de despedirse y de aceptar la lección chilena, frente al recio muro que envuelven aún persistentes nieblas, frente al Museo de la Memoria. Subercaseaux en su Chile o una geografía loca, lo subraya como si me oyera: «El frío es un acero brillante que da calidad y claridad a las cosas. La niebla es una vaho que empaña por unos instantes una parte de este acero para hacer resaltar mejor la pureza de las demás». Para emerger con cierta lucidez sólo se puede confiar en el frío; los sueños nos empujan, nos agrandan, nos elevan, nos mantienen en vuelo, pero son otra cosa...

jueves, 19 de julio de 2012

Buses y pasajes


Yo sabía que el autobús, ineludible en este viaje, te da cierta movilidad, pero reclamaba para mí, más por temor que por firmeza, ser autónomo para fijar en mi viaje parada y ocasión. Es la filosofía fácilmente reconocible del viajero espectador, del imposible actor. En teoría, si planificas y te subes a cuatro ruedas, tienes a tu alcance el mundo, pero en la realidad ese mundo acaba convertido en cierto mundo, en el que te aguarda al término de esos tiempos muertos que el transporte compartido impone. Es lo que hay, me dije resignado. La única posibilidad, así que tómatela como haces con la vida misma, donde no siempre podemos elegir medios ni compañeros y donde tantas veces nos vemos metidos en una corriente imparable, alejados de las palancas de control.

Si la toma del bus ponía en peligro mi autonomía soberana, dónde quedaría mi curiosidad, pensaba escandalizado. En esta circunstancia, haces por ver tu curiosidad como insaciable, como si a cada minuto fuera a surgir la necesidad de ir a posarte en una nueva y deslumbrante flor, cuando lo cierto es que la curiosidad no es todo, que no es el viaje, sino la chispa que enciende el deseo de viajar. Escoger transporte, me repetía, no es más que cuestión de precios y de aceptar, a través de las inevitables renuncias, los márgenes en que se moverá tu curiosidad. Siempre será mejor aceptar el reto de lo ocasional, donde siempre se encuentra campo para que las visitas, incidencias y sorpresas vengan a multiplicar, que volver a casa con ese sospechoso y manido cuento de quienes apelan al camino interior recorrido, mientras acudían en tropel y previo peaje a los obligados lugares de peregrinación.


Uno de los seis trolleys Pullman Standard supervivientes
en Valparaíso  de los 130 de la primera remesa de 1953
Lleno de prevenciones vas rumiando este asunto de los omnibuses sin que las teorías sobre uno y otro tema logren encubrir tu punto de fragilidad. No es raro, pues, que en ese derrotero veas enfrentados tus flacos ánimos a la mezquina rigidez de la máquina. Vine hasta aquí viendo en todos los buses una y la misma celda rodante. Sin embargo, a lo largo de estos días he ido descubriendo que forman una progenie no sólo numerosa sino lo bastante diversa como para encontrar en ellos sitio donde viajar cómodo, a veces sin sofocos. He visto al natural especies de bus de otros tiempos, verdaderamente troglodíticas, como los mastodónticos trolebuses de Valparaíso, con sus largas pértigas rastreando el tendido eléctrico, especímenes raros de encontrar y disfrutar en el ancho mundo. En el mismo municipio he llegado a subir, y repetidas veces, a los pequeños microbuses colectivos, a las veloces “liebres”, que ágiles recorren todos los vericuetos, cuestas y quebradas de sus cerros laberínticos. Compartes en ellos el trago con otros 28 audaces que se dejan llevar con gesto ausente por cornisas imposibles, curvas hiperbólicas y cuestas vertiginosas sin aparente temor a acabar el animado trayecto en las frías aguas del puerto. No les van a la zaga esos camarotes de madera en los que se asciende y se desciende de los cerros. El crujido y traquetreo de la caja y el chirrido de la polea inquieta ya un poco y te lleva a pensar, tontamente quizá, que el artefacto se mueve a tirones de una soga que aguanta sin demasiada convicción una cuadrilla de fuerzas invisibles e imprevisibles. Volviendo a los buses llega una división nada trivial. Es difícil a simple vista distinguir las especies diurnas de las nocturnas. Así, por ejemplo, nada te dirá al respecto que luzcan etiqueta de Pullman, de Lighter o de Luxe, y no deberíamos dejarnos confundir si vemos estampada en sus laterales la palabra Semicamas. El bus que la lleva suele ser especie normalmente diurna y no genuinamente nocturna, y si por tal la tomas estate seguro de que no pegarás ojo.

El caso es que ahí me veo de nuevo, en Temuco, en otra jornada nocturna del periplo, en medio de la estación de autobuses, con la mochila a cuestas y repasando los horarios de salida, con un equívoco aire de trotamundos. El tiempo transcurre entre esperas, que son la base de este oficio, pero se me siguen haciendo eternas. A última hora, pronto a tomar el bus, en el recurrente paso por los aseos, lanzas un mirada fugaz al espejo donde aturdido y atemorizado te reconoces en tu condición de extraviado, algo evidente para casi todos y abiertamente reñido con tus talabartes de trotero excursionista. Es tontería, vestirte de ave de paso no te hace realmente volátil, cuando a duras penas arrastras las cargas que tu cabeza fabrica en falso. Si consigues que el tiempo pase a fuerza de mirar a diestro y siniestro, pues vale. Ya sabes, no dejes caer tus miradas como señales de socorro, algo has debido aprender de tu oficio, así que empléate como un naturalista conspicuo e inquisitivo y mantendrás a todos a raya. Mejor que te pille la llamada final en esos descuidos, para que tu trote sea alegre y distendido y para que te aúpe al autobús. Sin darte cuenta avanzaréis todos desbocados y al galope, y tu en esas tirando inútilmente de las riendas de tu ansiedad, cuando encastrado en tu asiento buscas alivio en una ventana oscura, como si de algo valiera seguir viaje junto a ese transparente escotillón que cierra tu suerte en la hermética carreta.


miércoles, 18 de julio de 2012

Otro mar, otras sombras


Esa imagen idílica del Pacífico polinésico queda un poco empañada al contemplar estas costas continentales. En esta época del año son más por aquí las brumas que los radiantes soles. Despojadas de estos argumentos y de las selvas que en aquellas islas envuelven lujuriosas las playas, uno encuentra sus paisajes más realistas y humanizados. No aguardaban en sus ensenadas las bulliciosas barcazas que en otros lugares traían a la sorprendida tripulación de los navíos de paso hasta las playas, donde núbiles bailarinas les esperaban con guirnaldas al cuello y moviendo frenéticamente las caderas. Aquí los que se refugiaban eran buques fantasma que no dudaban en sorprender navegantes para llevarse la plata del Perú y en el mejor de los casos para dejarlos a su suerte y sin velas. Este mar es más bravo y también más despiadado de lo que nos enseñan. Es un mar demasiado profundo e inabarcable. Por eso ha resultado ser un escenario lleno de soledades, pero también un espacio abierto a la aventura. Lo cruzaron tanto Cook como La Perouse, lo recorrieron tanto Malaespina como Darwin, y también aquellos furiosos y desesperados viajeros que subieron costeando desde la Tierra de Fuego hasta California en busca de oro bastante para enterrar su miseria.

Bahías bien recogidas, como la de Valparaíso, quieren inspirar una seguridad, que se compadece mal con una historia plagada de terremotos, maremotos, asedios, asaltos y hasta crueles bombardeos. Por eso es imprescindible acudir al testimonio de los libros, para abrir mejor los ojos, o cuando menos para ver ese mar sin cautelas, allá donde se ofrece con anchura, a días impetuoso y a días rumoroso. Esa fue la idea que nos llevó hasta Mehuin, un pueblecito costero justo al norte de Valdivia. No fue la única intención, viniendo de Villarica y pudiendo contemplar al paso montes y praderas del suroeste de la Araucanía, pero sí la principal. El trayecto dió también ocasión de conocer los problemas que amenazan a las gentes de aquí y que imponen fecha de caducidad a su mundo, donde venían viviendo más o menos libres, aunque no fuera el paraíso. En algún lugar vimos carteles de No al ducto, sin que en un principio supiéramos del todo el motivo. Pasadas unas instalaciones industriales papeleras con sus humaredas, algo comprendimos.

Por el poblachón ferroviario de Loncoche nos dirigimos hacia San José de la Mariquina y de allí hacia la costa. La carretera queria encontrar paso entre las laderas boscosas que iban conformando un amplio y bucólico valle. Era ya la última hora de la tarde y las nieblas coronaban las alturas de los bosques con sus enormes masas de coigües. Algunos de ellos parecían haber escapado de las montañas y lucían con orgullo su planta en el prado llano, donde convivían con vacas, ovejas y la telegrafía moderna. De casi todas las viviendas, en su mayoría rústicas cabañas de madera, escapaba un penacho de humo y junto a ellas se veía otros chamizos menores para guardar aperos y herramientas entre las que correteaban confiadas las gallinas y algún que otro pato. Al otro lado de la carretera llegamos a ver, sumamente interesado en el corral, a un pequeño y rojizo zorro que aguardaba su ocasión al acecho.

A medida que en la cadena montañosa se agrandaba el ancho vano que llevaba al mar, comprobamos que las casas empezaban a aparecer montadas sobre pivotes. Pronto entendimos que el terreno estaba encharcado y que entrábamos en una zona más pantanosa que lacustre, donde el río Lingue se iba estancando y formaba un anchísimo estuario. Por el borde de esa marisma llegamos finalmente hasta el mar. A un lado quedaba La Caleta con un pequeño poblado de pescadores, reconstruido tras el maremoto de 1960 con el nombre de Missisipi en agradecimiento al apoyo solidario de sus ciudadanos. Hacia el otro, junto a la línea del mar, se adivinaba un panorama de mayor amplitud. Más tarde supimos que habíamos llegado a la playa de Pichicuyin. Ya el nombre da para toda clase evocaciones musicales y sintonizaba bien con el rumor inconfundible del mar, que repentinamente se nos presentó magnífico. El día decaía y la marea, aunque impetuosa, se veía de un gris severo con sus rizos iluminados por una invisible luz de fondo.


La costa de Mehuin, región de los Lagos, Chile
Tuvimos suerte de encontrar pronto una cabaña próxima a la playa en la que alojarnos. No pudieron darnos todas las calorías que el viento helador nos había arrancado en un ingenuo paseo por la orilla, pero a cambio nos dieron suficente leña para la estufa, gentil acogida en su comedor y una buena cena. Con la banda sonora de las cercanas olas, sumidos en los ritmos marinos gracias a su constante ir y venir, la noche resultó forzosamente húmeda y también algo agitada. Fue de madrugada cuando me vi repentinamente despierto y presa aún de un tormentoso sueño en el que veía una monumental ola abalanzarse sobre mí y tragarme sin remedio. La noche, después, ya no tuvo mucho más cuento. Seguía oyendo romper a las olas, como insistentes avisos de algo sombrío e indefinible y aunque no entendía el mensaje, me sentía obligado a mantenerme alerta. Finalmente, mi mente dejó atrás la playa y las sombras que amagaban con arrebatarle su paz a este mar, al tiempo que mis miedos caían en el olvido y confundidos en un sueño reparador.

martes, 17 de julio de 2012

Florilegios entre el bien y el mal


Copihues (2010), acuarela de Iván Contreras R.
De los episodios de juventud que Neruda cuenta en sus memorias, ninguno refleja mejor la mágica atmósfera del abigarrado y devorador entorno araucano de Temuco y el vívido contraste que marca con el testimonio casi agónico de los viejos sueños traídos de Europa, como aquel en el que cuenta cómo una tarde dirigiéndose a caballo a la finca de unos conocidos para colaborar en la trilla tuvo la impresión, a medida que el día se apagaba, de encontrarse perdido en el bosque, como uno de esos niños de Hoffmann en sus cuentos. Aconsejado aquí por un providencial huaso, es decir por un morador de esos bosques, golpeó en la puerta de una apartada casa que parecía olvidada frente a unos prados fuera de rutas y caminos. Tres bondadosas mujeres enlutadas, dueñas de largas y sobrecogedoras historias, le acogieron generosamente y le sentaron a su bien provista mesa.

A la cálida gentileza siguió un chispazo de sorpresa y alegría cuando Neruda habló de Baudelaire y de que se proponía traducir Les fleurs du mal.
«—¡Baudelaire! —exclamaron—. Es quizá la primera vez, desde que el mundo existe, que se pronuncia ese nombre en estas soledades. Aquí tenemos sus Fleurs du mal. Solamente nosotras podemos leer sus maravillosas páginas en 500 kilómetros a la redonda. Nadie sabe francés en estas montañas».
Neruda solicitó entonces a la más joven de ellas si podría recitar alguno de los poemas. «¿Cuál preferís?», le preguntó allegándole el libro. Él, sin muchas contemplaciones, abrió el libro al azar y se lo ofreció. Con voz algo trémula la viuda comenzó a leer J'ai plus de souvenirs que si j'avais mille ans. Sostenida a duras penas por un hilo de contenida emoción, fue continuando con el poema hasta
      Je suis un cimetière abhorré de la lune,
      Où comme des remords se traînent de longs vers
      Qui s'acharnent toujours sur mes morts les plus chers

Ahí su voz se quebró y enmudeció, mientras unas lágrimas encendían sus ojos.

A la soledad del lejano poeta, rememorada por el propio Neruda como una de sus primeras experiencias, pareció seguirle el desamparo desolador inspirado por una poesía todavía ardiente en aquel crisol, pero en estas tierras peregrina. Queda para el poeta, entonces en ciernes y ahora al escribir ya talludo, el obligado homenaje a las «tres mujeres melancólicas que en su salvaje soledad lucharon sin utilidad ninguna para mantener un antiguo decoro. Defendían lo que supieron hacer las manos de sus antepasados, es decir, las últimas gotas de una cultura deliciosa, allá lejos, en el último límite de las montañas más impenetrables y más solitarias del mundo».


lunes, 16 de julio de 2012

Llegada a Temuco


Uno de los chamemules. Foto tomada de Wikipedia.
El bus entra en la dársena y nos deposita de madrugada en un gélido Temuco. Todavía no ha amanecido y la ciudad duerme envuelta en brumas. Las contadas luces que alcanzamos a ver nos hacen suponer que la coqueta estación rodoviaria en la que nos encontramos se encuentra algo alejada del centro de la ciudad. Lo más inmediato es una oscura e informe mancha de vegetación que desciende hasta nosotros con más decisión que su disperso caserío y de la que los vehículos escapan por una tenebrosa y estrecha avenida. La penetrante humedad y los ecos amortiguados del tráfico sirven de enigmáticos intérpretes a un bosque que apenas si se adivina todavía. Si todo está donde presumo, lo que ahí se yergue es el cerro Ñielol y quienes nos contemplan desde la oscuridad son los afligidos espíritus que aún lo habitan. Cuatro de ellos han logrado verse encarnados en chamemules, en esas estatuas totémicas mapuches que se alzan en el mirador cimero, desde donde vigilan el recto discurrir de quienes abajo, en la plana, hacen su vida.

La ciudad en la que nos adentramos dista seguramente mucho de lo imaginado aquel 8 de noviembre de 1881 por los miembros del consejo mapuche, cuando reunidos en parlamento en lo alto de ese mismo cerro y al pie de una frondosa patagua decidieron, seguramente quebrantados por el desigual combate con los huincas, abrir su territorio y compartir sus riquezas con los colonos que iban a llegar de más allá de La Frontera, de las regiones de Chile. Nadie sabe si hubo acuerdo formal entre el coronel Gregorio Urrutia, comandante de las fuerzas acantonadas en el fuerte de Temuco, y Venancio Coñoepán, lonko o máximo dirigente de los asaltantes. Sabemos que al fallido malón y al consejo en el cerro Ñielol les siguió días después un tácito armisticio, tras el abandono de Villarrica por las gentes mapuches y su posterior refugio en los bosques de la cordillera. A partir de ese momento los asentamientos coloniales se multiplicaron en torno al fuerte para ampliarse después a la franja entre los ríos Cautín y Toltén y extenderse finalmente por toda la Araucanía.

Nota del 25 de julio: El conflicto nunca terminó. La reclamación por parte de la comunidad mapuche de los latifundios constituidos en la Araucanía con fines de explotación forestal sigue siendo ignorada. Las continuas ocupaciones de estos predios vienen siendo duramente reprimidas. Juan Catrillanca, lonko de Temucuicui, situado a unos ochenta kilómetros al norte de Temuco, señalaba hoy a la publicación El Ciudadano: «Están allanando la comunidad de Temucuicui desde las 2 de la tarde de hoy. Algunos estábamos sembrando trigo cuando llegó la policía tirando bombas lacrimógenas y disparando balines de goma». El mismo medio informa de que ayer mismo se produjo en el palacio de La Moneda, a instancias de los latifundistas que reclamaban adquirir armas para su defensa, una ‘cumbre de seguridad’ con el presidente Piñera y el ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter, en la que «anunciaron el aumento del contingente policial en la zona del conflicto chileno mapuche y un Plan Especial de Seguridad».


sábado, 14 de julio de 2012

En medio del parque


Reloj de sol, Quinta Vergara, Viña del Mar
Para un condenado a muerte, y todos lo somos, no hay salida más cómica que declararse un valor insustituible en el patrimonio mundial, y más hacerlo por la incuestionable singularidad aportada al común de los mortales. Y más aún pretender luego que, si esa declaración no compete a la UNESCO, sea la ONU la que nos proteja y nos libre con su conjuro de todo mal. Aunque tenga mi singularidad por incuestionable, de seguir en medio de la multitud y con tan fácil reemplazo, temo que no merezca especial protección, por más que no lo crea justo. Si los cánones variables hacen que mi singular estética no sea digna de protección, qué virtud ofrecen esos parajes naturales que por singulares son sometidos a declaración patrimonial y a los que se congela en su fugaz esplendor, hurtándonos a los humanos, a diferencia de lo que sucede con nosotros, la posibilidad de verlos evolucionar hasta su definitiva degradación y consunción. ¿No habíamos quedado en que la naturaleza acaba siendo el mejor espejo de nuestra naturaleza? ¿A qué engañarnos, pues, al declarar con títulos y honores perpetuos algún escogido y mimado rincón como una obra única y a la vez diversa, sensual y a la vez geométrica, inconcebible y a la vez real? Más parecen estos parques trampas destinadas a atrapar o a estancar el tiempo. Lo que el visitante en realidad admira es ese tiempo, al que se exhibe como un triunfo, como un fruto de paradójica belleza en el que la vida permanece por una vez sumisa al poder de la ilustración.

jueves, 12 de julio de 2012

Valparaíso



Hay ciudades organizadas como soberbios escenarios, esperando que el visitante traiga bajo el brazo la obra, su obra, la maquinación de sus sueños, lo que siempre quiso ver en ella, la esencia de su cultura, el apego de sus trabajadas letras. Muchas de las europeas, de las llamadas ciudades museo, París, Viena y quizá Praga, pertenecen a ese prestigioso y selecto círculo. Embebidas de nuestra ilusión, son ciudades que se alzan míticas sin dar demasiado juego a nuestros actos y escenas. En ellas, cuando se levanta el telón, se levanta la mirada con asombro y así se mantiene hasta que en el desenlace se inclina la cabeza con unción casi litúrgica.

Hay ciudades, no menos teatrales que las anteriores, que tienen la desgracia o la virtud de mantener su drama vivo. Las ciudades dramáticas suelen tener un pasado sombrío y signos inequívocos en su traza urbana de la violenta muda a la que fueron sometidas por los avatares históricos. Si me preguntan por alguna, respondería, entre las europeas, que Roma o Berlín, no porque otras no merezcan el título, sino por destacar las incuestionables. Su historia es el amargo guión que se ven obligadas a representar, como una rutina aburrida y cotidiana, ante el despreocupado turista.

En este capítulo hay ciudades también singulares. Míticas también, pero simplemente porque están casi en el fin del mundo, como sostenidas por las columnas de Hércules. Valparaíso podría ser ejemplo de ese otro teatro, no por el escenario monumental que ofrece —y menos si topas con el faraónico pórtico de su Congreso—, sino por el relieve agitado de cerros y mares frente al que día a día se confirma. Una nueva versión del viejo drama de 1906, y de los anteriores, está siempre en ella presente, sin necesidad de que se represente, simplemente porque la amenaza. El turista tiene para ella no más de cinco segundos compasivos, después se zambulle con gusto en su frenética vitalidad, en esa fiebre de la que solo disfrutan los condenados a vivir perpetuamente en vísperas.


martes, 10 de julio de 2012

Los frutos del error


Las autoridades aduaneras chilenas son verdaderamente beligerantes con la llegada de flora o fauna alóctona, incluso en su acepción más próxima, con particular obsesión por las prometedoras semillas y los sustanciosos embutidos. Uno se pregunta dónde obtuvieron licencia de paso los numerosos aromos que bordean los campos y los frondosos bosques de eucaliptos plantados por las papeleras, por no hablar de las vacas suizas que pastan en sus praderas. Nada impide el tráfico de semen, me apuntan desde aquel lado. En todo caso, las razones serán sabias, no lo dudo, y el empeño tenaz de los aduaneros bien que se las merece. Mal haría Chile en admitir el fruto prohibido, las malas hierbas o el huevo de la serpiente para que despierten en su suelo. Pero entonces hay precedentes que deberían merecer mínima explicación.

Lo del huevo de la serpiente llegó como una metáfora, pero en realidad nunca hubo definitivo obstáculo para conceder a sus serpentines pase y sitio en su territorio. Huevos de esos, venidos de Europa, entraron en abundancia a finales de los 40 y alcanzaron con tipos como Paul Schäfer o Horst Paulmann, odiosa relevancia a partir de los 70. Lo menos que puede decirse es que la Aduana o sus responsables no hilaron en este asunto tan fino como suelen. Por no seguir con el tema, y distender el comentario, me vienen a la cabeza otros dos casos emblemáticos que incumplirían flagrantemente, y sin dar pie a oscuras metáforas, los actuales reglamentos.

Al cerro de San Cristóbal suben un funicular, una carretera, unos cuantos caminos, y una nube de santiaguinos en sus domingos. Lo corona una descomunal y tosca imagen de la Virgen que se impone como una ilusión ingrávida, a fuerza de asomarse hacia el vacío. En un lateral, a sus pies, metido en un recoleto txoko queda un roble de buen aspecto, dicen que de impecable estirpe vasca, como las viejas familias patricias. No fueron, sin embargo, aquellas primeras familias quienes lo trajeron. Fue Marcos de Iruarrizaga, quien personalmente o mediante transportista delegado, introdujo de matute en Chile 12 bellotas del roble sagrado de Guernica, en fecha indeterminada entre 1931 y 1932. Recibió el envío e hizo que fructificaran en los pagos del cerro su tío don Alfonso de Iruarrizaga y Musatadi, vecino de Valparaíso. Y yo me pregunto y os pregunto, ¿dónde estaban, qué hacían y porqué fueron burlados los agentes aduaneros?

Algunas de las campiñas más feraces de Chile se cubren a comienzos de otoño con pámpanos y racimos, originarios evidentemente de cepas ultramarinas más o menos selectas. Nada que objetar a lo que trajeran los emigrantes en su baúl con el fin de hacer prueba y quizá fortuna en estas tierras. Las viñas dan fe de que se ganaron su jornal y de que en este caso hubo suerte. Yo hablo de la última cepa que se introdujo, cuando ya esto de colar flora invasiva estaba mal visto. La cepa Carménère debió hacer su entrada clandestina en las bodegas de algún carguero atracado en Valparaíso procedente de Burdeos a finales del XIX. Era de difícil aclimatación, dicen, pero prosperó..., y sin que se enteraran de ello los estrictos aduaneros. Hoy los caldos que se obtienen de esas cepas son el orgullo del vino chileno.

Por estos dos sonoros fallos, el Cuerpo de Aduanas merece, sin embargo, una de esas placas grabadas con prosa florida, que bien podría lucir, dada su significación, en el mismísimo aeropuerto de Santiago. Les rendirían tributo en el acto de inauguración los más conspicuos representantes de las comunidades vasco-chilena y franco-chilena para dar a conocer además al mundo que gracias a la relajada observancia de los aduaneros pudieron salvarse en tierra chilena dos bienes dispares, pero sumamente apreciados en origen. El viejo roble de Guernica, del que el santiaguino es aún feliz retoño, es a día de hoy un leño, orgulloso pero leño, acogido a honores y fervores patróticos en Guernica, bajo un solemne templete. La cepa Carménère que un día salió de Francia con rumbo a las Indias, donde fructificó, desapareció unos diez años más tarde de Europa, a consecuencia de la tremenda plaga de la filoxera, que diezmó todos los viñedos del Mediterráneo y aledaños. La placa debería decir algo así como: «Gracias a los clarividentes oficios del Cuerpo de Aduanas, Chile atesora hoy lo que Europa añora, y bla bla bla».


domingo, 8 de julio de 2012

Los parientes ultramarinos


Aquí todos tienen parientes en ultramar. No me refiero a los habitantes censados, generalmente víctimas de desmedida y casi ciega devoción por sus raíces europeas, sino a algo más prosaico y mucho menos mítico. Para comprobar esto de la parentela basta con bajar a la calle, que además de relajado mirador es para el viajero la primera fuente de observación, estudio e inspiración. Si la ciencia empieza ahí, ahí veía yo revolotear siempre el mismo par de pájaros. Uno que parecía un gorrión y otro similar al mirlo. A los dos los tengo muy vistos, y los que veía no me encajaban del todo. En medio del runrún del tráfico, no llegué a oírles cantar, pero eran lo bastante confiados como para poder ser observados de cerca.

El que parecía un gorrión me sorprendió con una insólita cresta y con una franjilla roja que le rodeaba el cuello como un collar. Raro ejemplar para gorrión, pero demasiado común por lo que veía. Me enteré después que por aquí le llaman chingolo y que su nombre científico es zonotrichia capensis. No es que no existan en Chile gorriones. El gorrión común, el passer domesticus, está presente sin demasiadas diferencias respecto al europeo por todo su territorio, pero no lo vi. Ese collirufo viene a ser, pues, otro pariente chileno de nuestro gorrión. Tampoco exclusivamente chileno, porque con diferentes nombres se avista, además de en Chile, en casi toda Sudamérica. Al segundo pájaro nunca llegué a verlo con certeza como un mirlo. Es verdad que el pico era amarillo y el tamaño parecido, pero el color era grisáceo y su porte era un poco más alzado. Tampoco lo oí cantar, quizá eso hubiera sido definitivo. Al preguntar, resultó ser también un tordo, como el mirlo, de nombre turdus falclandii, y aquí conocido como zorzal chileno. Para los argentinos, mira por dónde, es el zorzal patagónico, pero atendiendo al nombre científico y al origen de su clasificación bien pudo haber sido el zorzal o tordo malvino. Me recordó también algo a la malviz, el más común y silvestre de los tordos europeos, más que nada por las manchas oscuras del vientre, que aquí eran un poco más desvaídas.

Sin pretender ir de Darwin, pero puesto a extraer las pertinentes consecuencias científicas, empecé a sospechar que este cuento iba a repetirse en numerosas especies y que la mayoría de las que traía de allí conocidas tenían aquí uno o varios desconocidos parientes chilenos. Lo bueno de este mundo paralelo no es únicamente lo que se te ofrece para explorar, sino que a través de lo nuevo reconoces lo viejo.


sábado, 7 de julio de 2012

La ciudad y los perros



No está tan lejos Lima. De manera que he repasado la opera prima del augusto Nobel para ver si con su agudo magisterio me sacaba del lío y me ayudaba a dar con la clave. No he encontrado en la novela cita que me oriente en este asunto. En Santiago, la realidad de las calles, que por primera vez pateo, es bastante más elocuente: Perros en los rincones y en las esquinas, perros en marcha o mansamente tumbados, perros arropados frente a los desnudos, perros en las aceras, en las calzadas y atentos también ante los semáforos, perros de alzada, de baja planta y otros de risa, perros ingenuos y sin embargo libres e inmunes al ridículo, perros rabiosamente cínicos, perros desdentados y sonrientes, perros flojos y con gesto humillado, perros perdidos, de mirada vidriosa, huyendo del recuerdo. Metidos en el trasiego cotidiano como urbanitas de hecho, quizá se les vea poco diligentes, incluso atacados de desidia y pereza, pero parecen bien dueños de sus espacios y de sus rutas, y sobre todo, bien avisados de donde viven sus amigos. Además, no estando sujetos a derecho, nada en la ciudad les obliga. Alimentados y protegidos por su instinto, viven en las calles de los hombres su propia vida.

¿Quién les protege? Ese es otro tema. No he visto en acción a la mano amiga, pero lo cierto es que sobreviven. A algunos se les ve con raídas o escuetas prendas de abrigo, dando a ver que, más allá de la tolerancia, hay condescendencia, e incluso apoyo declarado de un sector, que anónimamente redime al hombre de la acusación de desprecio del perro, alejándole de las de persecución y exterminio. En esto valen las pautas culturales de procedencia de quienes hoy transitan por las calles de Santiago. No es momento de elevar cantos de gloria ni de fomentar el cómico orgullo nacional. Sólo diré que, por muy encanallado que haya sido el comportamiento del británico, por ejemplo frente a sus iguales africanos, ha sabido crear una relación sensible y deferente hacia los animales. No me sirve el chiste de que han acabado por preferir las mascotas a sus semejantes. En esta plaza, donde ellos y los de muy diversas latitudes han acordado por libre compromiso vivir juntos, ese respeto por lo que la naturaleza espontáneamente ofrece puede que se haya acabado notando. Es verdad que aquí mismo otros, atendiendo a normas de higiene o eugenésicas o siguiendo su tradición original, abogan y suspiran, de momento sin éxito, por sacarlos de la calle y depurarlos.

Si seguimos con las pautas culturales, sería absurdo creer que, por muy variopinto que parezca el público que circula, su actitud en este punto depende en mayor medida de quienes llegaron de fuera. Contra esta creencia, es probable que algunas de las costumbres deban más a cierta continuidad cultural asociada al territorio que a los usos de quienes llegaban. ¿Qué piensan, pues, los naturales, aquellos cuya tradición está directamente ligada a esta tierra? No lo sé, la verdad. Puesto a imaginar, imagino en la tolerancia observada un signo de reconocimiento de la vida en todas sus formas. Aquel ciudadano cuyos antecesores han vivido hasta hace bien poco en medio de la naturaleza, y en América esto es bien común, tiende a ver los animales de otro modo. El animismo imperante en muchos pueblos americanos conduce de forma natural a la creencia en la transmigración de los espíritus, lo que convierte a los animales en nuestros prójimos y llama no sólo a su respeto sino a su cuidado. Quizá algunos suponen que el perro que pasea libre por la acera encarna el espíritu de un amigo o de un familiar, y a otros, que durante años convivieron con pacíficos animales, su presencia les trae feliz recuerdo, quién sabe si el de una compañía fiel o el de un sincero y perdido afecto. No es que valga como conclusión, pero quiero creer que buena parte de los transeúntes admite y siente presente en esos perros algo parecido al espíritu de los desterrados, de los que un día contra su voluntad fueron obligados a irse o de los que sencillamente y en silencio se fueron.


viernes, 6 de julio de 2012

Nuevo mundo


De lejos el nuevo mundo viene a ser otro mundo, no exactamente el otro mundo en el reino de Hades sino uno más prometedor, un mundo todavía extraño que a medida que vemos de cerca se nos hace más reconocible, hasta el punto de convertirse en una suerte de espejo en el que poder contemplarnos tal como podríamos haber llegado a ser pero también tal como somos.

jueves, 5 de julio de 2012

Del tiempo austral


Hablar del tiempo es siempre un poco socorrido y hacerlo por escrito es augurio de torpeza y de escasa originalidad. Pero, si recorres más de diez mil kilómetros y en unas horas pasas del verano tórrido a una ola de frío polar, el tema es como para comentar. Me dicen que lo de hoy no es normal, que el frío en estas latitudes australes de Santiago dura poco, que basta con que unos rayos de sol asomen y la neblina alta se disipe para que todo cobre un aspecto más animado y el ambiente se caldee hasta volverse normal. Me hablan sus habitantes, y esto es lo importante a efectos venideros, de que el tiempo de hoy se ha salido de toda norma. Sólo puedo añadir que con este tempero anormal parece como si el día nos buscara para el castigo; si lo que ha querido es dispensarnos la bienvenida, además de impertinente, ha resultado glacial.

Evidentemente la comida japonesa no ha consiguido sacarnos el frío del cuerpo, sólo el caldito de miso lo ha intentado contrarrestar. Al volver a la calle, la luz de media tarde empezaba a flaquear y nos avisaba de que debíamos abrigarnos para lo que estaba por llegar. Durante todo el día, la neblina y la humedad que la acompaña han resultado particularmente persistentes, por lo que el termómetro ha renunciado a subir. Para el ciudadano común, en este país de tremendos cataclismos, el frío no es motivo de emergencia sino un incordio más o menos pasajero. Nadie se lo toma realmente en serio, probablemente porque no viene acompañado de aguaceros, vientos, hielos, vamos, porque no trae un temporal. La nieve es sólo un adorno montañero que tampoco intimida, una amenaza visible pero que nunca llega, por más que cubra la cadena de cerros cordilleranos. Como la temperatura no suele caer por debajo de los cero grados no hay de qué preocuparse, nos aseguran. Y aún añaden, generalmente el invierno tiene aquí un pasar sosegado, sin sobresaltos.

A pesar de esas garantías, nos confiamos por hoy al abrigo de la estufa y abrazados bajo las mantas vemos irse finalmente el día. A la mañana siguiente nos enteramos de que para cuatro santiaguinos, sorprendidos a la intemperie por el frío en sus sueños, el día que se nos ha ido ha sido el último.


martes, 3 de julio de 2012

Aquellas choperas


El resignado contempla el mundo a ojos cerrados, dejando que el aire libre le acaricie la frente y le sugiera sueños nuevos. Cualquier rumor que el viento trae es bueno: los chopos zarandeados en la ribera del ancho río le devuelven la frescura de los viejos tiempos, cuando acostado junto a aquella corriente mansa le revoloteaban ideas y futuros aventureros. Al rato vuelve a abrir los ojos para seguir leyendo. Es Karl Kraus, que con lacerante acritud le amonesta: «No me gustan los sonámbulos que siempre caen sobre el lado bueno». Levanta su dolorida mirada hasta abandonarla en un punto ciego. Pensándolo un poco más, debería aceptar que realmente nunca hubo espíritu aventurero, que fue siempre uno de esos sonámbulos, quizá el más resignado de ellos.

lunes, 2 de julio de 2012

Mejorando lo presente


No soy muy retador, soy más bien de los que piensa que mientras nadie compita conmigo, tendré razones sobradas, y algún temilla menor, para sentirme el mejor. Voy de candidato incógnito, de abierto aspirante a la indiferencia y de animoso depositario de mi decepción.

domingo, 1 de julio de 2012

Tramoya para filósofos


Tomado de http://drunks-and-lampposts.com/2012/06/13/graphing-the-history-of-philosophy/
Atrapados en una red semántica de influencias conceptuales, Platón y Aristóteles han pasado a ser meros nodos, capitales y gruesos pero nodos, sobre los que concurre una cantidad enorme de apuntes de cuyos extremos van surgiendo nodos nuevos y menores que tejen en torno a los dos padres fundadores una tupida constelación de hijuelas filosóficas. Tras ser revisados y digeridos los diálogos, obras y tratados, todo ha quedado reducido a quintaesencias que llevadas al terreno visual convierten a la filosofía y su historia, al pensamiento literario humano, en una sorprendente y un tanto esdrújula red de dependencias. El patio celebra con cerrado aplauso estas audacias, pero hay figurantes que siguen la función ocultos tras la tramoya.