sábado, 26 de noviembre de 2011

Acosarse


Cuántas veces nos contemplamos bajo una lente despiadada,
atónitos ante la enormidad de nuestros errores,
apocados frente a la gravedad que nos acecha.

Cómo no reconocerse en ese minúsculo sujeto,
extenuado por el aro luminoso que se estrecha,
al capricho de un visor humillante y riguroso.

Cuántas veces nos contemplamos como testigos medrosos,
cuando podríamos recuperarnos como dueños
sin más que afirmarnos y decidir un nuevo sueño.

Quién le habrá concedido privilegios tan íntimos
a ese dulce ego que nuestro amparo se arroga
mientras sin tasa ni reparo su dominio nos ahoga.

Cuántas veces nos contemplamos entre esos dos frentes,
de un lado la tibieza, del otro la cruel lente,
objetos del análisis y de su caprichoso foco.

Cómo cerrar nuestros ojos a lo que allí es visible,
cómo evitar juzgarse, si desde aquí todo es flaqueza,
cómo no aceptarse en una sentencia ruda y severa.

Cuántas veces nos contemplamos reos de piadoso juicio
agitando la cadena chirriante de los hechos,
frente a un tribunal tolerante y soñoliento.

Cómo saber si no será mejor absolverse,
o si no será mejor culparse,
porque de poco valdrá ignorarse
si ante el acoso de la cruda ciencia
acabamos presos de nuestra conciencia.


domingo, 13 de noviembre de 2011

Marca de origen


Dos años antes de que la caída de Lehman Brothers desencadenara la actual crisis económica, se publicaba una interesante obra sobre el perfil psicológico de los empleados e intendentes de las grandes empresas. La firmaban Paul Babiak, psicólogo especializado en el mundo corporativo, y Robert Hare, creador de medios para el diagnóstico de psicopatías, y fue presentada con el elocuente título de Snakes in Suits: When Psychopaths Go to Work. Lo primero que uno puede preguntarse, más allá del campo de pruebas escogido para su estudio, es de qué tipo de psicopatología estamos hablando, o bien qué tendencia psicológica nociva se manifiesta más o menos abiertamente en ese colectivo. Los propios autores describen al psicópata como alguien incapaz de empatía, culpabilidad o lealtad a nadie salvo a sí mismo. Partiendo de ahí no es difícil de comprender que ese daño psicológico, y también moral, esté en ambientes empresariales y financieros tan extendido. Como no estoy en condiciones de hacer una disección rigurosa de las filosofías que rigen en el mundo de las grandes corporaciones, me conformaré con subrayar el contraste existente entre su premio a las ejecutorias más decididamente individuales y sus engañosas prédicas sobre el valor del esfuerzo colectivo, que deja ver la considerable distancia que media entre esa publicitada promoción de entornos de trabajo en equipo y el suculento premio en bonus y participaciones para quien toma impertérrito decisiones de fatales consecuencias sociales. Nada como esa distancia muestra el áspero recorrido que separa al recién llegado a la corporación de su ansiado éxito, de ese cielo en que ve desenvolverse a los altos ejecutivos. Mirándose en ese espejo pronto comprende el aprendiz que no serán las plumas las que le hagan volar, tampoco su audacia o su asunción del riesgo, que lo más importante es mantenerse estable y ajeno a cualquier conmoción sentimental. Evidentemente esto concede franca ventaja a quienes sin demasiado espíritu de equipo son capaces de situarse por encima de sus emociones y logran de ese modo avanzar por delante de sus compañeros. Podemos hablar en estos casos de procesos de individuación ética aguda, en los que el interesado se va aliviando de las cargantes convenciones morales heredadas de la vieja cultura social. Si uno se pregunta qué es realmente lo que se premia destacando a los más impasibles, puede que llegue al convencimiento de que se premia un modo de actuación decididamente antisocial. Si a esto añadimos la fluidez propiciada en los cambios sociales por la crisis, veremos premiar la rápida adaptación a medios hostiles y una actuación personal cada vez más incisiva e insensible hacia los efectos de su acción. Al final de este proceso,entre los criterios darwinianos y el régimen de premios en juego podemos sospechar que muchos de los que encabezan el grupo y toman las decisiones críticas, están caracterizados por su falta de empatía, culpabilidad y lealtad, en definitiva que están marcados por tendencias psicopáticas. Sería absurdo imaginar que esta tendencia define en ellos un patrón único, del mismo modo que sería inútil desvincularlos de otros de su misma condición, apelando a los beneficios que sus servicios producen en un restringido grupo social, porque las consecuencias de sus desafecciones sólo dependen realmente de su extracción social. Como señalan los autores con demoledora lógica, al nacido en una familia pobre esa tendencia psicopática lo llevará probablemente a prisión mientras que al nacido en una familia rica lo llevará a una escuela de negocios. Dejar en manos de quienes no creen más que en su propio interés los intereses de todos los demás, sin que medie ningún instrumento regulador que penalice su tendencia especulativa frente a lo productivo, es convertir la economía en un juego peligroso y la sociedad en un foco de resentimiento.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Sermones modernos


Comenzó la semana con una interesante alocución, aunque quizá fuera más propio hablar de sermón, dado que fue ofrecida por el canónigo de la catedral de San Pablo en Londres, Reverendo Giles Fraser. Lo chocante es que fue emitida por radio a través de la BBC y pronunciada en el marco del Free Thinking Festival en Gateshead. Llevar a un canónigo a un foro de librepensadores me parece un alarde improbable donde yo vivo, pero todavía es receta intelectual estimulante en países como Inglaterra. Lo del estímulo lo digo porque el canónigo Fraser no se limitó al manido discurso del cristianismo, sino que atacó de frente problemas morales de actualidad. También es cierto que hasta las puertas de su catedral, en el corazón de la City londinense, había llegado estos días la voz del descontento y lo hizo con suficiente nitidez como para desencadenar en el cabildo una tremenda conmoción, que se ha saldado por el momento con la dimisión del Reverendo Fraser de su cargo. No parece que la renuncia a ejercer su magisterio en tan importante sede le haya decidido además a mantenerse en silencio, más bien le ha llevado a pronunciarse en foros más abiertos. De por medio está también el informe que el cabildo elaboró sobre la mentalidad y el criterio moral que imperan entre sus feligreses más cercanos, entre los traders o corredores de la bolsa londinense. Según cuentan quienes lo leyeron, había algo de escalofriante en el cinismo con el que esta gente se pronunciaba sobre los demoledores efectos de su profesión. El desapego y el desentendimiento de sus prójimos resultaron ser tan escandalosos en cifras y declaraciones que el cabildo decidió no hacer público el informe para no remover las turbias aguas morales que le rodean con un beligerante discurso doctrinal. Esta decisión de no levantar la voz convirtió al clero en rehén de una situación en la que veían enfrentarse la codicia y la dignidad humanas. Como salida salomónica, a unos concedió asilo en sus dominios y de los otros calló sus vergüenzas. ¿Es ésta una actitud moralmente edificante? No, pero no pienso entrar en discusiones evangélicas y sacar pasajes con los que afearles su incoherencia. Me interesa más el discurso disidente. Como era de esperar, no se aleja Fraser de la enseñanza cristiana, si bien con su propuesta invita más a una reflexión personal que a la conversión de las almas, probablemente llevado por un espíritu más libre que apostólico. Hay un párrafo de su ponencia que apunta directamente a esa generación de jóvenes lobos de las finanzas, a esa gente decidida a construir su futuro aunque sea sobre las ruinas de una sociedad que nada emocionante les reporta. La aspiración a lograr su libertad en ese escenario viene a ser tan virtual como sistemática e irresponsable es su actitud personal. Vivir en un régimen de trabajo que gracias a las nuevas herramientas informáticas inteligentes encubre el metódico ejercicio de la usura y el despojo de ciudadanos anónimos y que redime a estos activos agentes de los catastróficos efectos de sus acciones, nunca podrá reconciliarse con ningún tipo de libertad. De hecho, en ese marco la libertad sólo puede ser, como Fraser declara, ilusoria o paradójica: «La paradoja de la libertad es que los que luchan por una vida sin trabas, los que sólo buscan estar libres de cualquier tipo de restricción pueden fácilmente acabar viviendo con una libertad vacía que reduce su vida a una sucesión de decisiones individuales que en realidad les hacen sentirse cualquier cosa menos libres».

martes, 8 de noviembre de 2011

Libertad y deseo


El que es libre rara vez encuentra lo que desea, aunque a fuerza de buscarlo con insistencia crea confirmada su existencia. A medida que esa persistente búsqueda lo lleva a nuevos espacios, va cosechando certezas entre las que comienza a distinguir con nitidez los vacíos que todo su deseo siembra. No hay descanso en su mirada, que aferrada a la lejanía, brujulea sin parar y anima ilusiones que jamás se concretan. No es de extrañar que su vista se canse. Donde un día creyó asentada su libertad, allá desde donde extendía su dominio hoy se instala la desconfianza y no hay objeto que no haya empezado a perder a sus ojos su antigua consistencia y firmeza. Todo a su alrededor se diluye necesitado y cómplice de una fe demasiado exigente y severa. Puede que lo que tuvo por suyo lo vea ahora disputado y borroso, puede que siendo todo tan dudoso flaquee su ánimo y que cercado por tanta incertidumbre hasta su libertad le parezca una quimera. Todo a su alrededor se aleja repentinamente extraño y lo abandona a su soledad. Puede que aquella libertad de explorar ya no sea más que un ejercicio gratuito y la realidad un sueño irrecuperable. Privado de esa libertad fugitiva, preso de esta realidad somnolienta, sólo su deseo resiste tenaz ante la visible ruina. Un deseo que ahora se deja acariciar, que se siente próximo, que se hace presente, actual, tangible, como esa llave con la que vive encerrado, porque sabe que gracias a ella cuando quiera volverá a ser libre.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Cerca del fin


Cuanto más cerca de lo absoluto está el poder ejercido, más directo e inmediato es el efecto de la autoridad. No se necesita desde la cúspide del poder estar constantemente dictando órdenes. En las instrucciones más simples, son capaces los ministros y delegados de interpretar con celo ejemplar si se ha torcido o desairado la voluble voluntad de la autoridad suprema. Como consecuencia, hasta los más tímidos gestos de aburrimiento, de desagrado, de incomodidad del poderoso pueden acabar viéndose traducidos, a su paso por la cadena de mando, en acciones cada vez más contundentes. Y es que, por sorprendente que resulte, la longitud de esa cadena, lejos de atenuar esa sucesión de efectos, tiende a magnificarlos, acompasando en esa onda cada aumento de amplitud con un amago de retorno a su origen en busca de recompensa. Tras ese tránsito oscuro, tras esa creciente revelación de la suprema voluntad, el drama iniciado con un gesto desemboca en la acción final. Para llevarla a término ya no son precisos intérpretes sino meros ejecutores, que ajenos a todo encaran sin contemplaciones su cometido. De sus actos no siempre queda huella, queda un eco, un efecto que de regreso a las alturas recorre la cadena. Si no queda en simple rumor, puede aparecer reducido a un parte cifrado en la mesa del ministro. Antes de archivarlo en el expediente, éste estimará si es oportuno trasladar la noticia al supremo a fin de no alterar en exceso su caprichoso humor. Para evitar que un gesto público y ostentoso de rechazo comprometa otras decisiones en curso, aprovechará el ministro algún momento de asueto para hacerse notar ante él con algún gesto secreto y convenido. De su desentendimiento, fortuito o evidente, se podrá deducir la tácita aprobación dada a la solución. Nada recordará los detalles sórdidos, la violencia empleada, los agentes involucrados, los efectos colaterales y el desamparo legal en que se han desarrollado. Nadie en ese curso de los hechos se atreverá a juzgar si la muerte del disidente, del inocente, del pretendiente es un argumento admisible, todos se limitarán a confirmar simplemente su necesidad. La medida del odio que todo esto genera nunca llega a ser bien calibrada. Por eso, cuando todas esas acciones se multiplican y el malestar crece, sus artífices nada entienden, y cuando les llegan muestras de hostilidad de todos los que reclaman, apenas recuerdan su caso. La brutalidad les despierta de su ensueño ante un verdugo anónimo y casual. Intentan entonces descifrar las razones de la venganza, e incluso a última hora querrían conocer mejor su historia, la del humillado gratuitamente, la del olvidado interesadamente, la del eliminado secretamente. Pero la conclusión se aproxima y ya no es momento de sostener el relato. Él corta el cuento, lo derriba y se ensaña a golpes, mientras el supremo desde el suelo sólo acierta a preguntarle «Y a ti, ¿qué te hice yo?». Por toda respuesta su verdugo le dispara y lo despacha de su mundo.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

No es mi problema


Los problemas ajenos no son para mí realmente problemas, al menos no son problemas reales. Por decirlo de otro modo, no son mi problema. Vivo en una realidad en que los problemas son otra cosa; en realidad vivo en otra realidad y en ella esos problemas ajenos ni existen. Me piden que comparta la pesada carga que otros sobrellevan, pero ¿cómo puedo ayudar a solucionar problemas que ni siquiera reconozco?. Yo me fijo en lo real y lo único que me parece real es que cada uno vive su propia problemática. En ella trata de encontrar su propia salida, una salida que no vale para nada si nos mete en problemáticas ajenas. Por la solución de cada uno de los problemas reales que me surgen yo pago. Pago a alguien que me ayuda, porque entiendo que su ayuda bien merece recompensa. Haciendo efectivo mi apoyo creo que le alivio en parecida medida al alivio que me procura. De este modo se mantiene un equilibrio de cargas sin que por ello su problemática y la mía se confundan. Los honorarios tienen la ventaja de liberarme, a cambio de su consejo, de cualquier obligación de resolver sus problemas. He declarado de antemano que no estoy capacitado para ello, que realmente no los entiendo, así que difícilmente podría a mi vez cobrarle nada. Y si seguimos llevando estos intercambios a un mercado de favores recibidos y concedidos, nunca saldremos de esas conductas en las que la corrupción crece imparable. Digámoslo ya, los problemas existen realmente en tanto en cuanto tienen dimensiones económicamente evaluables, porque sólo así se consigue apreciar su gravedad y significación. En este sentido, es decir presentando mis facturas como muestra, yo sí puedo afirmar que, para mi desgracia y sin asomo de duda, tengo muy reales y gravosos problemas. Los demás exhiben, como es natural, sus aflicciones, pero saben que nadie hará de ellas un problema y que no habiendo problema ni beneficio en el reconocimiento de sus penas nadie se molestará en abordar y en resolver gratis ese apuro personal. Lo universal debe concitar el acuerdo general y un problema sólo llega a ser universal cuando el mercado solidariamente lo reconoce y lo valora frente a sensaciones que no pasan de confusas o penosas. Cada problema auténtico representa de algún modo un capital potencial, una fuente de negocio que el avisado emprendedor nunca menospreciará. Lo que resulta absurdo es pedir a este animoso asistente que se detenga ante problemas que no tienen ni valor ni sentido específicos, problemas que rehúyen su formulación y escapan hacia terrenos particulares, a los que nadie por pudor y sobre todo por respeto a la intimidad debería acudir. Es tremendo, pero es lo habitual que nadie se tome en serio este asunto del respeto. Por eso es tan frecuente que gente atacada de buena voluntad invada la realidad ajena con la intención de poner orden, 'su' orden, en ella. Yo diría que no hay problema alguno que justifique semejante invasión de lo privado. Y añadiría incluso que el único resultado final de esta maniobra solidaria es el menosprecio, o sea la pérdida de valor reconocido, del problema que quizá el prójimo pudiera tener. Siendo esto ya de por sí grave, lo es áun más cuando lo unimos al riesgo cierto de contagio que estas acciones altruistas promueven. De hecho es fácil detectar ese contagio en quienes comparten con otros esas aflicciones, porque pronto en ellos se desencadenan desequilibrios emocionales que los profesionales médicos conocen bien, auténticos problemas que al hacerse visibles exigen costoso tratamiento. Son situaciones que deben ser vigiladas, toda vez que en estos contactos es donde surgen problemas cuya erradicación posterior es más complicada. Como normas de comportamiento, digamos higiénicas, sigo creyendo en aquellas que mantienen bien sellado el ámbito de la problemática personal. Al identificar sin ningún criterio valorativo como problemas reales lo que normalmente sólo es fruto de una deficiente adaptación al medio en que se vive o de un malestar pasajero generado por exposición a la promiscuidad sentimental, creamos en nombre de la solidaridad un circuito de promoción gratuita a los problemas. Quien crea en los problemas universales, que vaya haciendo cuentas y evaluando lo que significaría mantener a raya una problemática generalizada, indiscriminada y perpetuamente desbordada por la búsqueda de nuevas sensaciones. A los que que no creemos, lo dicho: el problema ajeno no debe de ser nuestro problema, por lo menos mientras podamos pagarnos soluciones.