lunes, 31 de octubre de 2011

Mirando a la Peña Blanca


Peña Blanca
Son parajes perdidos en las alturas, animados todavía por la presencia del ganado que incansable va recorriendo el terreno para dar con el pasto escondido entre las matas de brezo. Son estos brezales los que traen el otoño a estas verdes colinas y los que con sus notas ocres lo exhiben monte arriba trepando por las suaves laderas. Quedan en ellas algunos rincones y vaguadas donde aún resisten las hayas al abrigo de los vientos y tempestades que de continuo azotan los rasos, aunque más fácil es encontrarlas mirando a mediodía, al otro lado de las cercanas cumbres. Cercados por esa envolvente cadena, quedan aquí debajo los prados, adornados por solitarios espinos, abandonados frente al crudo norte a la espera de una suerte inevitable y severa. Es tiempo en que la llegada de borrascosos temporales, la entrada de las brumas y el creciente dominio de las sombras, hacen presagiar nieves próximas, nieves que cubrirán por completo este mundo risueño y que borrarán todo trazo del paisaje que aún hoy se dibuja. Sin pastores que los transiten, desaparecerán los tortuosos caminos, a su lado se congelarán las balsas y abrevaderos, y a falta de animales resurgirá en medio de esa desolación como único testigo la orgullosa Peña Blanca, gobernando desde la espesa niebla un último reducto de desnudos e inquebrantables roquedos.

viernes, 28 de octubre de 2011

Letras


Del potencial de Internet nadie duda, de sus frutos hasta el momento sí. Casi todos los grandes avances tecnológicos del siglo XX nos llegaron envueltos en una aura redentora. La tecnología liberaba al hombre de sus servidumbres y, al poner todo ese capital instrumental bajo su gobierno, daba a luz un hombre enteramente nuevo. El automóvil nos iba a hacer más libres, la televisión más cultos y gracias a la red íbamos a navegar por los océanos de información para resurgir de ellos tocados por un conocimiento y sabiduría universales. Y eso sin pasar al capítulo de medicamentos y de terapias donde los avances eran considerados milagrosos. Indudablemente la tecnología nos ha hecho más correosos y duraderos, lo que no es propiamente virtud y puede convertirse hasta en un castigo. También ha aumentado nuestro poderío físico, en proporciones casi incompatibles con nuestra estrechez mental, y con él nuestra capacidad de intervención en escenarios múltiples. De hecho si examinamos el impulso original del que ha ido surgiendo todo esto, veremos que lo finalmente exhibido como argumentos tecnológicos no dejan de ser proyecciones de nuestra impotencia que, traducidas a través de fantasías más o menos torturadas, se van apartando inconscientemente de nuestro dominio personal, o por decirlo de otro modo que apenas dominamos. Como espectadores asistimos satisfechos al creciente avance social de esa sensación en la que se combinan ubicuidad y omnipotencia. No creo que pueda calificarse de ventaja la distorsión que dicha sensación genera en nuestra conciencia personal, que sin esas palancas e instrumentos sigue siendo la misma de siempre. En lo que hace a la red, el inmenso caudal que de forma vertiginosa circula a diario ante nosotros parece haber ahogado nuestra capacidad de interpretación. Tarde o temprano habrá que volver a calificar toda esa información atendiendo a criterios de necesidad, de coherencia, de utilidad, de fiabilidad y probablemente muchos más, porque de no hacerlo, a esas sensaciones de ubicuidad y omnipotencia les sucederá una devastadora sensación de perplejidad, tras la que irán llegando versiones creativas del desconocimiento y finalmente la renuncia definitiva a entender. De nada servirá entonces esa ingente dieta diaria de información, como de nada servía a aquel observador juguetón calentar todas las noches su puchero convencido de que iba para sabio extrayendo sorprendentes mensajes de su nutritiva sopa de letras.

domingo, 23 de octubre de 2011

Sabiduría revenida


Si además de severo y riguroso le echas años y le pones barbas, ya tienes un sabio. A pesar de lucir título, puede que nada te diga; más aún, puede que prefiera que nada sepas, no ya de lo que se supone que él sabe, sino de lo que tú quisieras saber. Contra lo que parece, no es su misión principal enseñar sino comprometer lo que hasta ahora creías saber. Su asistencia, en un principio paternal y siempre afable, se torna implacable al llegar a ese punto: tu compromiso. Te equivocas también si crees que va a remover tu conciencia a base de criticar lo que tienes por seguro y cierto. Quizá otros te atrayeran a su credo examinando una a una las contradicciones que en tu fuero encierras. Como para él sólo hay un credo, ese cambio, esa conversión no es un requisito previo. De lo que se trata es de comprometer tu voluntad para apartarla de la engañosa razón y alinearla con la regla. Con ese compromiso crear un estilo de vida es, según te cuenta, como poner tu pie en la escala que te llevará hasta la auténtica sabiduría. Sometido a ese aprendizaje, todas las cosas que un día creíste saber te parecerán restos de tu pasada ingenuidad y mantenerlas un gesto impropio, un signo de obcecación y soberbia. Lo que los hechos puedan decir de nosotros y de lo que nos rodea no debería ser objeto de especulación y de vanas polémicas, sólo puede ser correctamente percibido en régimen de obediencia. Con esa salvaguarda, asegura el venerable maestro, pronto encontrarás la clave del mundo en ti y no necesitarás que se te muestren las verdades en un catálogo o que las imagines a fuerza de mirar en un ilusorio espejo externo. El primer triunfo de la voluntad llega al asumir que las verdades siguen y seguirán en ti y que lanzarse frenéticamente a buscarlas no es más que un preocupante indicio de desequilibrio. Leerás en la guía: «Quien afirma su voluntad y se acoge a la regla se integra en la verdad y la reconoce de inmediato en su espíritu». Esa misma inquietud que hasta mí te ha traído, oirás del anciano, es la que habitualmente nos anima a contemplar el mundo. A poco que hayas aprendido, la ciencia te resultará inútil, porque a quien lo ve todo desde su sereno sensorio le sobran los múltiples enfoques, le irrita el colorido de las facetas y siente que su atención se desvía con cada nuevo punto de vista. Todo adquiere un sentido unitario a la luz de quien mira por ti, de quien te disciplina y educa. Ahí se detiene , es el momento en que posa su frágil mano sobre la frente del discípulo y probablemente continúe su discurso con la cesión de su testigo: Armado con la fuerza poderosa que emana de la eterna sabiduría, un día ejercerás tu férrea potestad sobre los ignorantes, sobre todas esas gentes que viven a su capricho, ajenas a la indiscutible verdad del saber más antiguo, del que perpetúa en la voluntad la firme intención de ascender, de ganar en la escala una condición nueva y superior. Esta declaración marca el final de su proclama y debes estar atento, porque en ese momento envolverá al novicio en sus venerables barbas, lo estrechará entre sus resecos brazos y como último gesto de jerarquía decidirá llamarle `Hijo mío’.